domingo, 6 de noviembre de 2016

El manantial de la pobreza II (el neoliberalismo de Ayn Rand)

Del discurso final de El manantial, de Ayn Rand se deriva la condena de cualquier dedicación, particular o institucional, a los demás. El altruismo resulta ser un crimen grave. Si se piensa así, cualquier sistema público de sanidad o de seguridad social resulta ser, no sólo impertinente, sino incluso inmoral. No insistiré en cómo a un seguidor del pensamiento de Ayn Rand únicamente le cabe desmantelar todo lo que huela a asistencia comunitaria. No es simplemente una postura económica, ni política, sino una ética fundamentalista. De hecho, opina Roak que “los mayores errores de la Historia han sido cometidos en nombre de móviles altruistas”. Ningún individuo posee obligaciones hacia los demás.
La profesión de arquitecto tiene fuerza simbólica porque en ella se manifiesta un creador, un individuo elevado a su máximo grado de independencia que no puede subordinarse a consideración o instrucción alguna. Muchos tal vez firmarían esta defensa de la libertad del artista. Pero ya resulta más sospechosa esta frase: “Ningún creador ha sido impulsado por el deseo de servir a sus hermanos”, sólo le debe interesar su creación, que da forma a su verdad”. La consecuencia del razonamiento es que no debe existir lazo alguno de dependencia entre la creación artística y la sociedad. La peripecia del personaje a lo largo de la novela muestra que no sólo no cree deber nada a la sociedad, sino que tampoco estima que la sociedad le deba nada a él. Política y administrativamente, no tiene por qué existir ninguna ayuda para el creador y, en el caso de que se le ofreciera, su deber sería rechazarla. El famoso discurso de El manantial resume muy bien los fundamentos de la mentalidad neo-conservadora y permite entender la razón por la que la cultura se posterga hoy en muchos países europeos y en otros sometidos a políticos del nuevo cuño liberal.
Estamos ante principios de filosofía política en los que la triada revolucionaria ―libertad, igualdad, fraternidad― ya no se tiene en cuenta como proyecto político. No se habla de fraternidad, que era un concepto esencial, sino que se sustituye por un acto voluntario y exculpador de la mala conciencia social: la solidaridad. No es lo mismo ser fraterno que ser solidario. La igualdad se reduce ya a no preguntarle a nadie cuáles son sus orígenes (es el políticamente correcto derecho a la intimidad). 
La independencia pudiera llevar al creador a su desaparición como tal. Si fuera así, sería porque la sociedad no siente necesidad de su obra, lo que viene a ser como decir que se trata de una obra inútil, improductiva. Además, la independencia absoluta del artista con respecto a la sociedad acaba significando el desasistimiento de la herencia cultural. Paradójicamente, la ideología neoconservadora viene a traer el abandono de cualquier tradición, porque nada enlaza al creador con ella, ninguna costumbre gobierna, controla o aporta raíces. El vendaval de un día puede arrastrar y devastar lo construido a lo largo de siglos y ahí radica el peligro cultural del neo-liberalismo.

El manantial de la pobreza I (Lectura de Ayn Rand)

En 1943 se publicó en los Estados Unidos una narración de Ayn Rand que gozó de enorme difusión y hoy parece algo olvidada. Cinco años después, dirigido por King Vidor, Gary Cooper dio cuerpo al arquitecto Roark que la protagonizaba. No está de más decir ya aquí que Ayn Rand, sus libros sobre pensamiento social y político y la larga novela El manantial son objeto de devoción entre los políticos neo-conservadores, que se califican a sí mismos de liberales.
Hacia el final de la novela, el arquitecto protagonista, acusado de haber destruido unos edificios que diseñara pero que no se habían construido siguiendo exactamente sus planos, pronuncia ante el jurado un largo discurso que ha sido múltiples veces reproducido y, hoy en día, se pasea orgullosamente a través de la Red.
Las palabras de Roak quisieran ser una defensa de la importancia del individuo. Cuando se publica el libro, aún no ha terminado la segunda guerra mundial, pero las resistencias anticomunistas son ya evidentes en los Estados Unidos, por lo que resulta explicable que esa defensa de la libertad individual resbale hacia una crítica de cualquier sentido colectivizador: “La mente es un atributo del individuo. No existe una cosa tal como un cerebro colectivo. No hay una cosa tal como el pensamiento colectivo. […] Ningún hombre puede usar sus pulmones para respirar por otro hombre”. Si en el individuo radican funciones imposibles, no ya de colectivizar, sino incluso de compartir, se justifica que cada persona se considere absolutamente independiente de los demás.
Frente al individuo independiente, que tanto defiende la autora, pudieran presentarse otros que afirmen vivir para los demás, dedicarse a defender los derechos comunes, pero Roak asegura que son seres innecesarios, simples parásitos que no es que vivan para los demás, sino de los demás. La sociedad, por lo tanto, se resentiría gravemente de cualquier norma que restringiese la voluntad individual.
Pese a la elementalidad del razonamiento, ya pueden vislumbrarse las implicaciones políticas del modo de pensar de nuestro arquitecto y el por qué resulta modélico para los neo-conservadores. Ayn Rand, entendió muy bien que el trabajo del arquitecto ofrecía una posibilidad de tratamiento literario claramente simbólico. Es la profesión en la que la metáfora divina de la construcción del mundo resulta más legible. En ella se unen la actividad creadora, la manual y la intelectual, entendiendo aquí por intelectual la capacidad de elaborar un concepto de mundo, de magna organización, de planificación. ¿Ante esa defensa del individualismo, dónde queda la función de la sociedad y no digamos la del Estado? La novela no lo aclara, pero hay que suponer ―y más conociendo la novela siguiente de la autora, La rebelión de Atlas― que se espera que no sea sino la menor posible, tal vez mínima.