domingo, 18 de septiembre de 2016

La detención de mi tío (recuerdo traicionado)

El infierno son los demás
Jean-Paul Sartre
  
Cuando la policía detuvo a mi tío José Luis, en 1944, yo aún no había nacido. Pasó toda mi infancia sin que nadie me lo contase, pero algo sabía yo que había sucedido porque mi tío no estaba con nosotros y mi prima hablaba de un papá invisible. Claro es que muchas cosas eran invisibles o, al menos, inalcanzables, lo que viene a ser lo mismo.
Yo mismo aprendí muy pronto a fabricar objetos invisibles. Así, mis compañeros de colegio nunca llegaron a ver el auto de mi padre, en el que salíamos de excursión todos los fines de semana para ir a un pueblo al que nunca llegábamos. O no fueron capaces de percibir la casa en que vivíamos, situada en un barrio que ellos no podían imaginar y a la que nunca acudían para celebrar mi cumpleaños.  A lo largo de la vida supe que esa manera de actuar se llamaba disimulo, silencio o simplemente miedo.
Usted que está leyendo estas páginas es improbable que consiga situarse en mi punto de vista. Tampoco sé si tiene importancia, porque lo que interesa no es que usted se sitúe o no en mi punto de vista, sino que yo, escritor, logre elaborar un discurso coherente. Para conseguirlo necesito dominar mi vida, obtener una visión panorámica que, impidiéndome enfangarme en detalles sin trascendencia, ofrezca una contemplación comprensiva. ¿Pero cómo hacerlo sin insistir en los pequeños detalles que, uno a uno, no lo son tanto? Un golpe en la frente carece de valor, pero ese golpe en la frente nos hizo probablemente llorar, quejarnos al maestro porque el compañero de banco nos maltrataba y arrastraba con él a los demás niños del aula. Aquello, el golpe sin importancia, resulta que sí adquiría importancia, que nos hizo odiar, no ya al compañero, sino a la clase entera, al colegio, al sistema escolar, a la cultura y, desde luego, al ministro responsable que bien merecido siempre lo tiene.

El caso es que no era demasiado subrayable que detuvieran o no a mi tío José Manuel. Un preso más o menos bajo el franquismo tampoco era para tanto. Pero a nosotros, a mi familia, le significó un vuelco en su vida que duró muchos años y que no sé si acabó por purgarse o no. El caso es que lo detuvieron, yo nací con él en una celda y sólo pude verlo un día de la Merced, cuando los niños accedían a las cárceles para comprobar la generosidad del caudillo que, incluso, autorizaba a que los presos nos regalaran juguetes que habían comprado dentro de la propia prisión, para beneficio de algún paniaguado. Es que la caridad bien entendida empieza por uno mismo y cuanto antes mejor.
Lo de cuanto antes está escrito con retintín, advierto, porque el día de la famosa Merced los niños de los presos, no solamente veíamos a nuestros familiares condenados sino que también, y eso era sin duda importante, aprendíamos a movernos por los espacios carcelarios, conocimiento importante porque nunca se sabe lo que el futuro proveerá. Franco, pues, en su generosidad infinita, nos proporcionaba la posibilidad de cursar un temprano máster, no sé si de investigación o de los llamados profesionales.
Ya vas aprendiendo, ya vas aprendiendo, nos decían al salir los funcionarios de prisiones cuando, ya en la puerta, en los brazos el tremendo camioncito de madera pintado con los colores de la Falange o los de la Guardia Civil, nos cuadrábamos respetuosos y decíamos ¿Da usted su permiso?
El otro aprendizaje que la prisión de mi tío José Antonio me proporcionó fue el de leer un sentido oculto entre la líneas de las cartas que nos escribía desde la prisión de Burgos. “Me gustaría saber cómo está de salud Jacintito”, y Jacintito no existía, pero mi padre sabía bien que había que contestarle: “Parece que Jacintito llegará pronto de su viaje”, lo que venía a ser una extraña consigna que sólo ellos dos entendían, pero que debía resultar muy importante.  Durante largo tiempo, en mi adolescencia, deseé estudiar en la escuela Diplomática, sabiéndome preparado para trabajar en la sección de claves del Ministerio de Asuntos Exteriores, pero fracasé en el examen de ingreso porque no era hijo de marqués.
Debo confesar que no fue ése el único examen de ingreso que no logré superar. Siempre, al salir de los exámenes, las pruebas, los castings, las presentaciones, las iniciaciones o las conspiraciones, oía a alguno preguntar, ¿éste viene de parte de quién?, ¿lo recomendaba alguien?, ¿quién su maestro?, ¿en qué departamento se ha formado? y otras preguntas científicas de idéntico tenor.
No voy a insistir más en el medio social en el que me eduqué y que consiguió precisamente lo que no pretendía obtener de mí, que me hiciese un hombre de provecho. Y así me ha ido.
Se preguntarán ustedes, estimados lectores, señoras y señores del jurado, qué entiendo por hombre de provecho. Lo primero que debo especificar es que no hay en la expresión distinción sexual alguna. De haber nacido con distintos atributos físicos hubiera escrito, y con mayor razón, mujer de provecho, que suele ser aquélla de la que todos se aprovechan, como del hombre. Por eso, para sostenerse, el hombre o la mujer de provecho tienen que pasar por un curso intensivo de boxeo. Un curso, no tanto para aprender a golpear, sino para alcanzar el correcto juego de piernas,  el modo correcto de protegerse cuerpo y cara con los puños y, sobre todo, alcanzar la capacidad de encaje suficiente como para endurecer el hígado. Lo malo es que, a partir de algún momento, todos los que se reciben son golpes bajos.
Y ya está, soy un viejecito, éste que ven ustedes, que ha vivido. No lo confieso simplemente, juro que he vivido, trabajado, combatido, sufrido, soportado y aguantado. No he logrado nada, no he ganado premio alguno, no he patentado algún invento, no he gobernado, nada de nada. Simplemente he aguantado hasta ahora y he llegado, como quien no quiera la cosa, hasta la página cuatro de este libro. Ya no sé si alcanzaré la última. Lo empiezo a contar ahora, cuando recuerdo el día en que la policía detuvo a mi tío José Miguel.