domingo, 17 de enero de 2016

Reflexión en Palermo sobre el totalitarismo

En Sicilia veía Goethe el resumen de lo que era Italia. El mármol limpio y oculto le llamó especialmente la atención durante su estancia en Palermo cuando, con motivo de un gran aguacero, “la corriente de la lluvia, encauzada entre las contrapuestas aceras” se llevó por delante, calle abajo, la basura, echando “el grueso de la inmundicia de un lado a otro” y dibujando “raros y primorosos meandros sobre el pavimento”. Inmediatamente después, “cientos y cientos de hombres, armados con escobas y horquillas” ensanchaban los lugares limpios y los unían entre sí —escribe Goethe— dejando “un primoroso y serpenteante camino” por el cual pudo pasar sin mancharse el clero, con el virrey a la cabeza.
Convirtamos esa descripción en alegoría y estimemos que se trata aquí del milagro y del misterio de que la sinceridad permanezca por debajo de la corrupción. Los totalitarismos que sufrimos italianos españoles, esos totalitarismos que buscan y consiguen instalarse ahora en distintos países, son regímenes corruptos en su propia esencia que ocultan bajo el barro, sin dejarla ver, cualquier ética. También en las democracias hay corrupción, aunque de forma esporádica, y no constituye un elemento definitorio. 
Hago notar que cada vez me preocupa más saber cómo se producen los fenómenos históricos, y no tanto los fenómenos en sí. Me interesa, pues, de qué forma se acumuló la basura y luego se despejó el camino, más que la basura en sí misma. Cómo se llegó, por ejemplo, al régimen de Mussolini, que en sus inicios engatusó a gente tan seria e interesante como el francés Georges Sorel, autor del influyente libro Reflexiones sobre la violencia, o al colombiano Jorge Eliécer Gaitán, quien denunciase las famosas y terribles matanzas de las bananeras, luego noveladas por Álvaro Cepeda Zamudio o Gabriel García Márquez. Ambos, Sorel y Gaitán, poseían importantes lazos italianos. También de qué modo y por qué razones se llegó, no tanto a la guerra civil española, como a la implantación del régimen político emanado de ésta y tan ayudado, en sus inicios, por el dinero italiano. Cuál es el motivo de que los españoles sigamos marcados por aquella guerra tan lejana. Recordemos aquí y ahora, porque Italia y España no están, según veremos en estos días, tan lejos, una frase definitiva de Eugenio D’Ors: “Que cada palo aguante su vela, pero la nuestra es una vela latina”.

En el Palazzo Chiaramonte-Steri, que fue residencia de la inquisición en Palermo se han descubierto unos muros en los antiguos calabozos donde se conservan escritos garabateados por los allí prisioneros. Palacio y cárcel, pues, los dos símbolos más claros del poder, de todo poder. Ahora bien, la identidad del totalitarismo se define frente a la identidad de la democracia, no tanto por el palacio, no tanto por la cárcel, que ambos sistemas comparten, al fin y al cabo, sino por la publicidad, por la existente o no existente transparencia. “La transparencia, dios, la transparencia”, diremos con Juan Ramón Jiménez. La propaganda aplicada al poder busca construir una nueva identidad que, en el caso de los totalitarismos fascistas, se decía acendrada en las tradiciones.
En una cárcel estuvo también otro creador muy querido por mí, aunque pudiera parecer a veces la antítesis de Juan Ramón. Me refiero a Miguel Hernández. En la cárcel escribiría uno de sus últimos poemas, titulado “Ascención de la escoba”. Dice el poeta que la escoba, una escoba parecida a aquellas que, según, Goethe limpiaban de barro y de basura las calles palermitanas: “Para librar del polvo cada cosa / bajó, porque era palma y azul desde la altura”. La palma, acostumbrada a mecerse en el cielo, como las maravillosas palmeras de esta ciudad, desciende a la tierra para convertirse en escoba. Y al final del poema, se expresa la esperanza pues, invertida la escoba, “asciende una palmera, columna hacia la aurora”. El poeta —como las políticas real y sinceramente democráticas de transición— obra el milagro de convertir la escoba en palmera hacia la luz. No sé si ustedes creen en los milagros, pero tal vez deberían planteárselo.
Una tarde de mil quinientos cincuenta y tantos, en Casalbordino, provincia de Chieti, en los Abruzos, se le apareció la virgen a un pobre campesino y le anunció que, dados los enormes pecados que cometían quienes se decían cristianos, su hijo Jesucristo enviaría una enorme tormenta que inundaría campos y ciudades. Y dicen las crónicas que así fue: “haveva determinato di distruggere tutto il mondo con la grandine et la tempesta”. Cientos y cientos de hombres, como diría siglos después Goethe de las calles de Palermo, armados con escobas y horquillas tuvieron que limpiar y ordenar los campos y, en el pueblo, en Casalbordino, dejarían un serpenteante camino para que pasaran las autoridades eclesiásticas. Pero éstas descubrieron que, en las tierras del pobre campesino temeroso de Dios a quien la virgen anunciase el desastre, no había llovido y el campo estaba repleto de flores. Se decidió levantar allí una basílica, con unas bellísimas palmeras en el claustro. La palmera, el símbolo de la luz y la esperanza que, puesta boca abajo, retira la basura del camino. Es el Santuario Santa Maria dei Miracoli.
El Palazzo Chiaramonte-Steri, de Palermo, está situado junto a la Porta dei Patitelli, más conocida como Porta di Mare, que ya existía en la Sicilia islámica bajo el nombre de  Bab al Bahr. Próximas a la muralla de la ciudad árabe crecían las palmeras, y el poeta árabe siciliano Adderrahman de Trápani juega con ellas en un poema que cita Adolfo Federico de Schack en su libro clásico Poesía y arte de los árabes en España y Sicilia (1877) y que leo en la traducción de Juan Valera: “Las dos palmas que crecieron / sobre la misma muralla / allí parecen amantes / que temerosos se amparan / O, más bien, que con orgullo / su fina pasión proclaman, / y los celos desafían, / y burlan las amenazas. / Nobles palmas de Palermo, / que la lluvia en abundancia / os bañe; creced frondosas / mientras duerme la desgracia”.
La desgracia ¿Qué desgracia? Para nosotros, el barro que trae la lluvia, la basura del totalitarismo, y que luego cientos de hombres deberán barrer para que veamos el mármol de suelo que nos sustenta, un mármol que tal vez esté ya dañado, porque el más grave problema de las dictaduras y los totalitarismos es que dejan a los países enfermos. Cuenta Goethe preciosamente que, cuando preguntó en Palermo por qué razón no limpiaban antes las calles de inmundicias le respondieron: entonces quedaría al descubierto el mal estado del piso.


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