domingo, 6 de diciembre de 2015

De Darío a García Márquez

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Así comienza Cien Años de Soledad, de Gabriel García Márquez, un libro sin duda conocido por todos los amantes de la lengua española. La frase, que se hizo famosa, marca de forma indeleble todo el resto de la obra. 
Numerosos lectores y críticos quieren ver en la novela el mundo de la costa caribeña de Colombia, tan llena de eventos maravillosos. Otros prefieren imaginar, a través de sus páginas, un mundo en el que lo real tiende a lo maravilloso y éste a realizarse. Permítanme que, sin negar otras lecturas, me plazca entender la novela como un tomar silla en la tierra (recordemos de Miguel Hernández decía que, con Pablo Neruda y Vicente Aleixandre, tomaba silla en la tierra) de la tradición más digna de la literatura hispanoamericana.
Publiqué el 25 de abril de 2007 un artículo en un periódico madrileño que ahora más o menos recojo en este blog. Decía yo que Rubén Darío, el extraordinario poeta nicaragüense, explicó en su casi desconocida Autobiografía cómo fue en gran parte educado por el tío abuelo materno, un militar bravo y patriota al que denominaban “el bocón”. Y escribe: “…por él aprendí pocos años más tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los cuentos pintados para niños, las manzanas de California y el champaña de Francia”.
¿Podríamos imaginar mejor aprendizaje para el coronel Aureliano Buendía, desde el caballo al champaña? También Rubén, por los mismos años que se sitúa el inicio de la acción de Cien años de soledad, fue llevado a conocer el hielo.

Se lo comenté una mañana a Gabriel García Márquez en la Universidad de Guadalajara, en México. Empezó a decirme, “De él venimos todos…”. Una señora nos interrumpió, venía con un niño que unos ocho años y le pidió al novelista que se hiciera una foto con él. Accedió el escritor y no terminó la frase. Intenté recuperar la conversación, sonriendo y señalando a la madre y al hijo, comentó: “No ve usted, Urrutia, yo ya no quedo más que para esto”.

La historia nos persigue porque nos fundamenta. De hielo ha de ser la cama, de hielo la cabecera —juego, claro es, con una famosa canción mexicana—, de hielo ha de ser la cama, de hielo la cabecera para el escritor que quiera controlar en su justo medio la pasión que surge de la tierra americana y de su intrahistoria. Y el ilimitado Darío lo enseñó en Cantos de vida y esperanza, como supo hacerlo García Márquez aprendiendo en Barranquilla que se navega más seguro en un profundo buque de carga que en un chalupilla de pesca.

jueves, 3 de diciembre de 2015

La literatura y la coherencia del mundo

José García Nieto terminaba un poema en el número 21 de la revista Garcilaso (enero de 1945) con el verso “Créeme, Crémer, el mundo está bien hecho”. Se equivocaba el poeta en esa página dedicada a uno de los responsables de la otra revista poética importante del momento, Espadaña, porque, si el mundo estuviese bien hecho, si fuese coherente y no contradictorio y, por ello, necesitado de explicación, no existiría la literatura.
“En un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Resultan inútiles todas las explicaciones de los cervantistas que, por cierto, y a las ediciones y artículos me remite, suelen ser los que menos entienden la novela cervantina. Están demasiado cerca del enunciado para conseguir ver algo. Contemplan los brochazos e, incluso, aunque no siempre, el cuadro, pero no descubren el porqué de las huellas de la brocha y el pincel, ni de las marcas esenciales de la escritura.



Estábamos en que un mundo coherente carecería de literatura y en que el narrador cervantino no quiso acordarse del lugar de La Mancha. ¿Qué ocurriría si hubiese decidido declararnos el nombre el pueblo manchego? Sin duda nos hubiéramos ahorrado miles de páginas de eruditos locales pero, lo que es más importante, el relato sería distinto. Sólo los efectos negativos justifican el silencio, por lo tanto el mundo no funciona bien, alguna desorganización o impropiedad existían para el sujeto que cuenta. Estas desorganización e impropiedad justifican la novela. Si el topónimo hubiera podido decirse, la novela no hubiera necesitado existir, hubiera sido inútil la escritura. Una novela ―lo explicaba Lucien Goldmann (Pour une sociologie du roman, 1964)― es la historia degradada de valores auténticos en un mundo también degradado. El problema reside en que un mundo degradado sólo permite un pensamiento degradado y, por ello, los valores siempre resultarán degradados. “Yo fui loco y ya soy cuerdo”, dice don Quijote al final de su vida, y no estamos seguros de que el cuerdo sea mejor que el loco, ni que la preocupación desmedida por el “escritor fingido y tordesillesco” fuese apropiada en momento tan trascendente para el personaje.
Pero la literatura busca justificar el mundo, recomponerlo en lo que se estiman valores justos. Y el mundo la necesita, como razón o como coartada, y de ahí la existencia de los libros sagrados. O, de algún modo, toda la literatura es sagrada. No sabemos si, a la postre, el mundo existiría de no existir los libros que lo ordenan y, por lo tanto, lo crean al proponer una sistematización del caos. Porque sin la literatura el mundo no sería sino una amalgama extraña en la que nada distinguiríamos.
Hay, pues, una dialéctica fundadora entre el mundo y los libros. La palabra literaria, aquella que va más allá de la simple nominación, crea el mundo que habitamos a través de un relato que siempre resulta mítico. Sólo somos capaces de vivir en el mito.
Soñamos a veces que algo hay más allá del mito, pero no es sino un mito mayor y más comprensivo. Tanto el mito de dios o el mito del vacío, que está lleno de sí mismo. Para explorarlo y tranquilizarse inventó el ser humano la ciencia. Más allá reside la ignorancia, otro saber.

Todo nuestro conocimiento circula entre el relato del mito y el mito del relato. El resto, además, también es literatura. La fe no es sino la mitificación de la creencia.

domingo, 29 de noviembre de 2015

La lengua compañera de la revolución

La Academia Francesa publicó la quinta edición de su diccionario el año séptimo de la República, 1798, y reclamaba para sí (no sin cierto cinismo justificatorio) un papel importante en la democratización de la sociedad francesa. Explica, además, en las páginas preliminares, que una lengua, como el espíritu del pueblo que la habla, está en una movilidad continua que le hace perder o ganar palabras, enriquecerse o empobrecerse.
La Revolución Francesa (1789) no significó únicamente un cambio del modo de gobernar. Cambiaron sobre todo las relaciones entre las gentes y se igualaron los derechos. Hoy en día esto último puede resultar obvio; todos somos iguales ante la ley, decimos. Pero no era tan evidente a finales del siglo XVIII, cuando los nobles gozaban de ventajas personales sociales o fiscales que, además de privilegiarlos, significaban reducir a los demás habitantes del reino en seres de segunda o de tercera categoría. Naturalmente, hablamos de legislación y de derechos, y no quiere ello decir que la vida común variase absolutamente para todos.
Fernando Garrido, uno de los primeros socialistas españoles, reconoce, en el tomo tercero de su Historia de las clases trabajadoras, de sus progresos y transformaciones económicas, sociales y políticas, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, con las biografías de sus grandes hombres, de su héroes y mártires más famosos, escrita y dedicada a todos los amantes del progreso (1870), que existen “nuevas relaciones entre el capital y el trabajo, y oposiciones y antagonismos, y luchas nuevas entre las clases que han resultado privilegiadas y las que quedan sumidas aún en la servidumbre civilizada que se llama proletariado”. Hay que tener en cuenta que el tomo II de su Historia de las clases trabajadoras se dedica al siervo que, según él, surge en la historia cuando los bárbaros ven imposible mantener el sistema anterior romano de la esclavitud.
"Conservar los esclavos romanos o esclavizarlos de nuevo era para los bárbaros cosa poco menos que imposible, por la dificultad de mantenerlos y de tenerlos sometidos; de aquí que prefirieran concederles algunas ventajas […]. Convertidos en siervos podían tener peculio propio; trocaban el ergástulo o cuadra en que vivían amontonados por la choza o cabaña en que se albergaban con su familia; podían casarse y disponer de sus bienes, siquiera en cambio de todas estas ventajas estuvieran sujetos a las cargas, gabelas, corveas y servicios más repugnantes, empezando por el de no poder disponer de sus personas para salir del territorio o dominio de su señor, porque formaban parte de su propiedad territorial, que vendían y transmitían con los siervos que en ella habitaban, como con los rebaños y animales domésticos y demás instrumentos de trabajo" (Madrid: Zero, S.A., 1970, pág. 20). Según Garrido (en el volumen III de su obra, pág.10), esta relación laboral pervive hasta la Revolución Francesa, después de la cual “El siervo de la ley desaparece y queda el siervo de la miseria”.
La Revolución también enriqueció la lengua y, por ello, incorporó la Academia Francesa un suplemento con las palabras nuevas en uso desde entonces. Entre ellas Libertad que, en términos jurídicos habría cobrado el significado de “facultad de hacer lo que no perjudica los derechos de otro, y de ser gobernado por Leyes aceptada, emanadas de la voluntad general o de sus Representantes”.
Por su parte, Ciudadano sería el “Nombre común a todos los franceses y otros individuos de las naciones libres, que gozan de los derechos de Ciudadano”, una definición que, aunque comprensible, es técnicamente muy defectuosa, además de sorprendente cuando advierte que, referido el término a una mujer, no es sino una “simple calificación". El posterior Diccionario político o enciclopedia del Lenguaje y Ciencia política, que se tradujo en Cádiz del francés en 1845, ya corrige la definición y dice, de forma más simple y con mayor excatitud, que Ciudadano "Es un miembro del cuerpo político en quien reside el poder social".
Al consultar la amplísima entrada de “Libertad” en el diccionario académico anterior a la Revolución, comprobamos que, en esencia, sólo se entendía como “el poder de actuar o de no actuar”, sin que sus límites se vieran contemplados en los derechos del otro. Es un cambio esencial que permite comprender que, pese a la visión pesimista (y exacta) de Fernando Garrido, la Revolución Francesa sí fue causa de que variase la relación entre las personas y las clases sociales o, al menos, dio carta de naturaleza jurídica y moral a la “Igualdad” que, según el diccionario de 1798, consistía en que la Ley es la misma para todos, ya proteja, ya castigue.

José Emilio Pacheco

Recuerdo esta mañana de domingo al gran poeta mexicano José Emilio Pacheco. Me he levantado de la mesa y he extraído uno de sus libros del estante. Es el volumen de, entonces, sus poesías completas. Las publicó el Fondo de Cultura Económica con un título que golpea existencialmente: Tarde o temprano. No existe el momento exacto. Una dedicatoria que me abruma: “con cariño, admiración y gratitud infinita por su generosidad. México, 2007”. Puedo aceptar el cariño, pero la admiración sólo podía ser fruto de la extrema generosidad del poeta. Con pocos escritores tuve una aproximación tan profunda, una complicidad tan evidente, una amistad tan poco expuesta al mundo. La amistad, como la erudición, se debe tener, pero no exhibir. De los maestros mayores, sólo compartí esa intimidad serena, apasionante, silenciosa, incluso distanciada, con Pacheco, con Aleixandre, con Umbral, con Robbe-Grillet.
Poco antes de la dedicatoria había yo escrito unas líneas a las que vuelvo ahora. Recordaba a José Emilio Pacheco en su ambiente y refugio. Rebusco en los cajones y encuentro aquel escrito. Leo mis palabras de entonces:
…Surge entre una montaña de libros en una casa que es en sí una cordillera. Un estrecho pasillo se llena de cuadros y de la sonrisa amplia de Cristina, su mujer, alma de un poeta tímido que se esfuerza con naturalidad por complacer a su interlocutor. Los libros hacen breve y cerrada sobre sí misma  esta casa del final de la Colonia Condesa y el visitante duda sobre la posibilidad de que en ella pudiese sobrevivir en tiempos toda la familia.


Un poema de José Emilio Pacheco dice: ¿Fueron felices para siempre? / Claro que no, tampoco importa demasiado. Esa conciencia de la fatalidad preside toda la obra del gran poeta mexicano. El fresco del paseo de la reforma ha muerto asfixiado; todos los países muestran una pinacoteca de sanguinarios ladrones; se dejaron de ver las montañas desde la ciudad pero, al fin y al cabo, son atroces volcanes; nada persiste contra el fluir del día; el lenguaje de las cosas es el polvo; el ocaso no anuncia sino la noche eterna.
Veo ahora, casi con pavor, los ejemplos que escogí un día. La tragedia parece dominar al poeta. O el convencimiento camusiano del ser para la muerte. Pero, lo advertía el mismo Albert Camus, ello no tiene por qué estar reñido con una moral de coraje. Si vivimos el absurdo, el absurdo es nuestra razón de vida. Como cierra el pensador francés El hombre rebelde: “En el máximo de la tensión más alta va a surgir el impulso de una flecha recta, del trazo más duro y más libre”. Y Pacheco, en la defensa de la libertad individual que busca no rendirse, nos advierte de que, cuando contemplamos un árbol ahogado en la sombra, “arde en su adentro toda una hoguera de savia”.
¿Qué se le puede pedir al poeta ―escribía yo― sino que nos descubra el sentimiento de nuestra continua desazón? La sorpresa resulta ser la evidencia. José Emilio Pacheco es el poeta de nuestra situación contemporánea en el mundo. No hay en él tanto interés por la intemporalidad como por la conciencia de la cotidianidad, de un presente que siempre llega tarde o temprano. Es una palabra mayor, definidora, exacta. No porque pretenda expresar la transcendencia, sino porque su ser indicativo lo hace transcendente.
Cuando uno llegaba a la esquina de Choapan y bajaba del auto, esperaba a ver en la puerta el rostro sonriente de un poeta que, por su convencimiento de haber cometido un error fatal que ni él mismo conoce, cuadraría bien con Cervantes. Escribió en un poema que, ante el agobio de la desventaja (la del hombre frente a dios o frente a la ignorancia suprema) queda la alternativa de ser bufón o ermitaño (bailar al son que tocan o encerrarse en uno mismo, junto al pensamiento propio, en el silencio). Pero él afirma que, frente al no saber, al no entender la vida en su ser más profundo, preferí volverme invisible. Antes del big-bang no hubo tiempo; ¿cómo puede entonces hablarse de un “antes”?
Tarde o temprano. Sólo alcanzamos a saber lo que dice el poeta: Quién nos iba a decir en aquel entonces / cuándo, cómo y en qué lugar / la hoja y yo nos encontraríamos / en un puñado de polvo.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Juan Gómez Macías, pintor en la Bahía

Cada uno cuenta la feria según le fue en ella y la vida no es sino una gavilla de recuerdos incapaz de despejar la realidad. Por eso, cuando echamos la vista atrás, no percibimos las páginas vivas de un manual de historia animado, como si de una película de cine se tratase, sino algunos celajes de impresiones que sostuvo la memoria a la manera del papel pintado puesto de fondo en un belén. Y uno, entonces, se reconoce como cualquiera de las pequeñas figuritas de barro que carecen de nombre.
Mi padre, paseando por el campo seco y amarillo de Jimena, entre el monótono canto de las cigarras y el huir de las lagartijas, me contaba en ocasiones anécdotas de Gabriel Baldrich en el hospital de guerra de Alicante, en 1937. Juntos habían acudido al Ateneo para conversar con Miguel Hernández. Paladeaba yo mejor el recuerdo de los días pasados en la playa de la bahía algecireña. Y él recitaba entonces un soneto de José Luis Cano: “Ligeros, amorosos, sibilinos / aires del sur que al viento desnudáis / vuestros dorados labios ambarinos…”. Por la tarde, le veía cómo tomaba café con un jovencísimo guardia civil, José Riquelme, que escondía en el tricornio un librito de poesía de la colección Adonáis.
Al atravesar la plaza del mercado de Eduardo Torroja, cuya cúpula valientemente lanzada bendecía los alimentos que vamos a tomar, me explicaba que por allí naciera Adolfo Sánchez Vázquez, el principal filósofo marxista español, quien embarcase en Sète, sintomáticamente el pueblo francés donde Paul Valéry escribiera “El Cementerio Marino”, junto a Pedro Garfias, Juan Rejano y tantos otros españoles leales a la República, en el famoso viaje hacia el exilio del barco Sinaia. Desde México enviaba poemas tremendos de rabia y decisión: “Al dolor del destierro condenados / —la raíz en la tierra que perdimos— con el dolor humano nos medimos, / que no hay mejor medida, desterrados”.
En La Línea, donde acudíamos a buscar en la librería Tavera libros prohibidos  y llegados a través de Gibraltar, me comentaba el entusiasmo de Ángel María de Lera, pues en la falda de la colina de Jimena, por donde habíamos paseado, creyó quemar mi padre sus últimas banderas. En Tavera hojeamos cierta tarde una revista que hacía, con entrega y devoción, el recién fallecido Manuel Fernández Mota.
Habría sin duda más nombres. No lo dudo. Creo recordar a un maestro de escuela murciano, que venía al bar de mi abuelo para leer a mi padre algunos poemas sociales. Habría más nombre, digo, pero los celajes de mi memoria no dibujan otro fondo para el nacimiento. Yo sentía que la cultura, y sobre todo la poesía, pertenecían al mismo mundo que en mi casa madrileña se respiraba. Pertenecía al aire de lo clandestino.
Un día mi papel pintado fue recibiendo más estrellas. Unas fueron estrellas fugaces, pero otras permanecieron fijadas para siempre. Surgieron todas ellas dela centralidad del margen. No es cuestión ahora de citar nombres que quitarían resplandor a la estrella más generosa. Todos ellos saben aquí implícitos. Había un pequeño mundo bullendo, de Tarifa a Algeciras, de San Roque a Gibraltar, de Jimena a Palmones.
Un mundo de libros y de pinturas, de relatos y poemas, de escenarios y músicas. Pequeño, pero fuerte. Intenso y silencioso, pero no encerrado en sí mismo, sino a la vez clausurado en la voz baja y abierto al mundo. Iba y venía en el ferry, cruzaba el monte a caballo, tendía la mano a los huidos, paseaba la orilla, jugaba sobre dos continentes y cuatro lenguas.

Y sosteniéndolo todo, entregando su voz al mundo, luz al ciego, tacto al mano, pensamiento al lerdo, decisión al indeciso, verdad al errado y conciencia al dormido; dando belleza a todos, extrayéndola de la clandestinidad, como un atlante, en cada mano una columna, estaba, está y permanece, Juan Gómez Macías. El pintor. El poeta.

Que sepa que ha tenido y tiene la razón.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Agustín de Foxá, de poeta a calle

Se discute en estos días, por los concejales madrileños, qué calles deben cambiar de nombre, con objeto de borrar el pasado franquista. Esto recuerda a la comisión, de la que formó parte Manuel Machado como funcionario destacado del Ayuntamiento, que tuvo encomendada esa misma función en 1939. Precisamente el poeta discutió la conveniencia de que la Gran Vía llevase el nombre del fundador del partido fascista y filonazi Falange Española, con el argumento de que la gente seguiría llamándola del modo tradicional, pero no le hicieron caso. La común dudosa cultura de los políticos suele brillar en estos casos, confundiendo unos nombres con otros o demostrando su pobre espíritu democrático, que debería predicar el respeto por los demás.
Entre los que pueden perder su calle está el poeta y novelista Agustín de Foxá, que firmaba “Conde de Foxá”. Ya esto último hace pensar en que era una antigualla viviente, aunque no fuera mal poeta. Fue, eso sí, una pluma viperina que consiguió en ocasiones páginas memorables. Así, la escena de su novela Madrid, de corte a checa, una obra repleta de odio, cuando el rey Alfonso XIII se distrae en el tiro a pichón y, al otro lado de la valla del club, unos chiquillos esperan que no falle para poder llevarse el pájaro a casa y comer un día carne. Fue también uno de los autores del himno falangista, que se escribió en comandita. 
De su pluma malévola es ejemplo el artículo “Los homeros rojos”, que publicase en el ABC de Sevilla el 13 de junio de 1939. Es una página olvidada que empieza: “Sender, Herrera, Benavides, Falcón, en la prosa; Alberti, Cernuda, Miguel Hernández, Altolaguirre, en el verso, son los triste Homeros de una Ilíada de derrotas”. Considera que el gran poema sólo pueden escribirlo los héroes vencedores. “Para el crimen entre las vallas de un solar, para la huida del Tajo, para las minas de topo contra el Alcázar, bien está en prosa vil y este verso surrealista”.
Él, que presume de escritor moderno, describe la poesía de los autores que permanecieron leales a la República como “químicamente pura, deshumanizada y tenía que concluir en el marxismo, concepto helado, simple esquema intelectual de la vida y el ala del hombre”. Para luego afirmar, con toda desvergüenza y falsedad: “Una poesía jugosa, intuitiva, […] con piel y sangre y con misterio, debía, en cambio, surgir en nuestras trincheras”. La preparación de la antología Poesía  de la guerra civil española. Antología (Sevilla: Fundación José Manuel Lara, 2006) me permitió comprobar la frialdad y el retoricismo de la poesía de los poetas franquistas durante la guerra, de Eugenio d’Ors a Dionisio Ridruejo. Pero Foxá insiste cínicamente: “Desarraigados de la Patria, teniendo que cantar el plan quinquenal o el movimiento stajanovista, sin ninguna norma moral, los poemas de Alberti, de Cernuda, de Miguel Hernández, son unos poemas de laboratorio, sin fuerza ni hermosura, equívocos, cobardes y llorones”.

Siempre he sido contrario a que los centros públicos o las calles se dediquen a personas vivas. En los demás casos, conviene dejar pasar un tiempo prudencial para ver si los personajes se integran realmente en la cultura y en la historia nacionales. Los políticos van siempre, en cambio, a lo inmediato; tal vez tenga que ser así. El cinismo, la malevolencia, el clasismo patente en algunos de sus poemas, la escasa ética crítica y literaria hacen de Agustín de Foxá una persona no suficientemente digna para nombrar una calle madrileña. Sin embargo, no todo es desdeñable en su obra literaria y, en cualquier caso, un país tiene también que asumir su propia historia. Y no conviene responder al odio, con más odio. Mejor es que la indiferencia de las gentes les haga preguntarse, ¿quién sería el tal Foxá? Así, en lugar de tener la calle su nombre, Foxá pasaría a ser tan sólo un nombre de calle.

sábado, 31 de octubre de 2015

Literatura, Historia y Testimonio

El 16 de enero de 1892, Gustave Flaubert, el gran novelista francés del siglo XIX, le escribía a su amante y confidente Louise Colet que había en él, “literariamente hablando, dos figuras distintas”. La una estaría prendada del lirismo, “de los altos vuelos del águila, de todas las sonoridades de la frase y de los cúlmenes de la idea”. La otra, en cambio, “hurga y escava todo lo que puede” y le gusta “resaltar con la misma intensidad tanto el pequeño suceso como el grande”, y “quisiera hacer sentir casi materialmente las cosas que reproduce” (Gustave Flaubert: El hombre-pluma (selección de cartas a Louise Colet); Madrid: Funambulista, 2014).
Flaubert no está manifestando tan sólo una contradicción personal según la cual quisiera, por un lado, hacer una literatura basada en la fuerza e independencia del estilo y, por otro, escribir una obra ligada estrechamente y sin mayor elevación a la realidad de las cosas. Manifiesta una tensión que, desde la Revolución francesa, viene incrementándose entre una literatura preocupada por la función filosófica del lenguaje, interpretadora de la razón del individuo en el mundo como ser pensante, y una literatura de la transparencia. Esta tensión sustituía en el espectro ideológico, la desigualdad de las clases sociales, en teoría liquidada por el pensamiento revolucionario, por la formalización de una aristocracia intelectual. Así, el mismo Flaubert escribe a Louise: “Entre la muchedumbre y nosotros no hay ningún vínculo […]. Es preciso, haciendo abstracción de las cosas e, independientemente de la humanidad que reniega de nosotros, […] encerrarnos en nuestra torre de marfil”.

Creo que es importante plantear esta cuestión al hablar de Literatura e Historia, porque hay un problema inicial que los historiadores suelen obviar: qué literatura, y de qué época, puede retener su atención y con qué finalidad. No existe una literatura, sino un conjunto variable de enunciados que, por algún motivo, resultan en un momento aceptados como literatura y otros, o los mismos en tiempo o contexto distintos, que no lo son. Pensemos, por ejemplo, en qué criterios llevan a un libro sobre el juego del ajedrez a integrarse, según los manuales, en la literatura medieval, pero nunca en la contemporánea. ¿Podría un historiador hacer uso de él? Y si lo utiliza, ¿el motivo es que sea una obra literaria o que trate del ajedrez?
Claro que lo mismo podría decirse de una novela de Benito Pérez Galdós. ¿Al historiador le importa porque es una novela o porque trata de la vida madrileña en torno a la Plaza Mayor? Se me contestará que por el segundo motivo. Por lo tanto, desde el punto de vista de la literatura es absolutamente indiferente. Importaría lo mismo si el historiador utilizase la inscripción de elogio a Fernando VII que figura en una fuente pública de la madrileña calle de Toledo.
Pero volvamos atrás. Flaubert opina que “las obras más bellas son aquellas en las que hay menos materia” y, por eso, añora escribir un libro sobre nada, […] un libro que, si fuese posible, casi no tuviese ningún tema o, al menos, el tema fuera casi invisible”. Por eso puede afirmar que “El talento de escribir no consiste, después de todo, nada más que en la elección de las palabras”.
El historiador puede desechar esa literatura tan literaria, tan poco realista pero, no nos olvidemos, las citas pertenecen a cartas escritas por Gustave Flaubert, cuya obra novelística, empezando por Madame Bovary, se ancla en las preocupaciones y la sociedad de su tiempo. Resulta obligatorio pensar que, por muy aparentemente realista que sea la obra literaria, algo habrá en ella de esa aspiración última del autor a escribir una novela “sobre nada”. Es decir, conviene plantearse cuáles son los límites del realismo, de la correspondencia entre hechos y vida social y novela, cuál es la posibilidad del testimonio. Porque al historiador, lo que le importa es el documento, es decir, lo que haya en la literatura de testimonio.

Sucede que el concepto de testimonio no es tan claro como pudiéramos creer. Porque cada uno, y especialmente cada época, prioriza los aspectos que deben testimoniarse. Está claro que, en literatura, el testimonio es la declaración de lo que se ha visto, presenciado o escuchado, con el fin de explicitar la verdad. Pero el acto literario de testimoniar, si bien dominado por un sentido ético que responde a principios temporales, tampoco se libera de las fórmulas retóricas que delimitan en cada época la literatura. Quien testimonia aspira a cumplir una función social en virtud de su integración en el sistema, y ello es origen de lo que decide exponer, pero esa integración sólo se obtiene a través de los modos de organizar el discurso. 

sábado, 24 de octubre de 2015

Blanco White y su lucidez

José María Blanco, aquel sacerdote ilustrado que huyó a Inglaterra cuando las tropas napoleónicas invadieron España, es conocido por su abandono del catolicismo y su posterior defensa de posturas protestantes. Pero es preciso que lo conozcamos también, además de por su obra literaria, por su continua lucha contra la intolerancia o por su clara visión del problema de España.
En 1810, desde las páginas de un periódico que editaba en Londres, El Español, ofreció una definición de nuestro país nada desdeñable para la actual Constitución: “La España es una nación que se puede decir agregada de los reinos que la componen”. Y para esa España de la heterogeneidad, para esa nación de naciones, hubiera querido Blanco White (recordemos que, miembro de una familia inglesa emigrada a España, retradujo su apellido sin perder el de bautizo) “un gobierno feliz e ilustrado” que supiese, por medio de leyes adecuadas, hacer “olvidar a los pueblos las preocupaciones de rivalidades antiguas”. Un gobierno, pues, capaz de sacar a la luz, de desarraigar las hondas raíces de los desacuerdos existentes entre los pueblos hispánicos.
José Ortega y Gasset diagnostica la enfermedad de España: la tibetización. Dicha enfermedad consiste en la “hermetización de nuestro pueblo hacia y frente el resto del mundo, fenómeno que no se refiere especialmente a la religión, ni a la teología, ni a las ideas, sino a la totalidad de la vida”. Y Ortega lo aclara aún más: “hermetización hacia todo lo exterior, inclusive hacia la periferia”, incluyendo en la periferia las colonias americanas cuando las tuvo España.
La hermetización, la tibenización con palabra de Ortega significó históricamente la separación de los españoles en dos grupos. Los ortodoxos y los heterodoxos. Los centralistas y los autonomistas. Y si daño han ocasionado los que provocaron tales dicotomías y las mantuvieron, más daño hicieron los que proyectaron unas sobre otras. Las grandes tragedias nacionales surgieron cuando nos intentaron convencer de que todas las oposiciones se resumían en una: ortodoxos-nacionalistas-totalitario-centralistas, contra heterodoxos-europeístas-liberales-autonomistas, sin comprender que se podía ser ortodoxo y autonomista o europeísta y centralista, etc. La reducción es, al fin y al cabo, una intolerancia más.
José María Blanco White siempre combatió la intolerancia. Primero la de la jerarquía católica. Luego la de la jerarquía anglicana. Siempre la del autoritarismo político, aunque viniera vestido de uniforme francés. Porque Blanco era consciente de que la paz, la convivencia, la felicidad, la cultura, el ser humano pleno, al fin, sólo son posibles en la libertad, el respeto y la tolerancia. De ahí que repitiera. "Dejad que todos piensen, todos hablen, todos escriban, y no empleéis otra fuerza que la del convencimiento".

martes, 6 de octubre de 2015

Nuevo libro

       Anuncio la edición de un nuevo libro de teoría e historia literarias titulado Juguetes de un dios frío. Literatura, historia e ideología. Reflexiona el volumen sobre la literatura como práctica y sobre las condiciones ideológicas y sociales de esa práctica.




     El libro, dadas las dificultades que ya todos conocemos para la distribución de obras de este tipo, puede obtenerse, además de en algunas librerías, en la página web de la editorial: www.devenir.es o a través del correo electrónico pastorj@telefonica.net


miércoles, 12 de agosto de 2015

Reflexión desde mi poesía. Tres

Hace unos años, el profesor Túa Blesa organizó, en la Universidad de Zaragoza, un congreso sobre poesía española contemporánea en el que leí el texto que vengo publicando en el blog. Por razones diversas no pudo al final publicarse el libro previsto.

La lengua es el medio y el campo más mayoritarios. Es lo que todos, en una comunidad que llamamos lingüística, compartimos. Mas las palabras compartidas por todos necesitan ser lo suficientemente limadas —que decía Aleixandre— como para convenir a todos y no herir a nadie. Ya ha quedado claro que la generación poética surgida a mediados de los sesenta estuvo muy preocupada, obsesionada, por el lenguaje. Algún crítico la denominó precisamente así, “generación del lenguaje”. Todos los poetas se preocupan, claro es, por la palabra, pero la característica nuestra es la reflexión teórica que se confiesa abiertamente, como resumió en un verso brillante Guillermo Carnero: Mas recibí la flecha que me asignó Jakobson. Antiguo y moderno, teoría y práctica, seriedad e ironía. Creo que todos compartimos estos intereses.
El poema necesita huir de las palabras gastadas porque hay, debe haber, en él algo de descubrimiento. Pero tampoco puede el poema prescindir de esas palabras porque, sin ellas, no habría posibilidad de comunicación, como demuestran los cantos finales de Altazor, de Vicente Huidobro.
El símbolo es un retorcimiento semántico del vocablo para extraer un significado nuevo, recién nacido en el poema. Así obtenemos el nombre exacto de las cosas, de nuestras cosas propias, únicamente nuestras. Artificio que produce la verdad poética.
La técnica del poema tiene que ofrecer los enganches que sirvan de clave al lector para facilitarle la comprensión, el placer del descubrimiento y la apropiación. De esa forma, las cosas del poeta, manifestadas por la palabra exacta, se convierten en cosas del lector. Así de simple. Así de complejo.
Ustedes, lectores, son los que juzgan y deciden si, en mi obra poética, eso se consigue o no. Cuenta Juan Ramón Jiménez, en un texto de Por el cristal amarillo, que un moguereño quiso pintar la fachada de su casa y pasó a ver al vecino de enfrente para pedirle opinión y consejo. El vecino le contestó que él era el dueño de la casa y que él decidiera. A lo que el aseado moguereño respondió: “Sí, la casa es mía, pero quien la va a ver todas las mañanas al levantarse es usted”.
También ustedes son los que pueden ver mis poemas. Ya me gustaría que se encontrasen en ellos; que con y en ellos ejercieran su propia libertad.


Reflexión desde mi poesía. Dos

Hace unos años, el profesor Túa Blesa organizó, en la Universidad de Zaragoza, un congreso sobre poesía española contemporánea en el que leí el texto que vengo publicando en el blog. Por razones diversas no pudo al final publicarse el libro previsto.


Debo agradecer por encima de todo —y me gusta hacerlo aquí, en Zaragoza—, la defensa que mi poesía hicieran, desde época temprana, tres poetas aragoneses: el malogrado Julio Antonio Gómez, Ángel Guinda y Rosendo Tello Aína. Poco después, buscaron integrarme en el —llamémoslo así— canon generacional mi entrañable Jenaro Talens, Francisco Díaz de Revenga, Andrés Sánchez Robayna o José María Balcells. A veces, sin embargo, la mala suerte parece haberme perseguido. Así, el maestro Gerardo Diego escribió un generoso artículo sobre mi primera poesía, pero los editores de la prosa completa —¡vaya por dios!— se han olvidado de recogerlo. O la autora de un libro sobre la presencia de los poetas surgidos en los años sesenta en las distintas antologías manejó ejemplares a los que debía faltarle el cuadernillo en el que figuro. De todas formas tampoco reclamo nada. Mi independencia me ha traído pequeñas desilusiones pero también una tranquilidad absoluta. A la vez, me ha permitido desarrollar una poesía, con mejores o peores resultados, de modo personal, acendrando cada vez más el sentido del poema.
No debo convertir estas páginas en una lista de elogios y agravios, entre otras cosas porque no hay agravio alguno. Si mi obra merece ser subrayada, lo será. Si no lo merece, lo mejor es que no se hable de ella. Tampoco soy tan importante como para exigir nada. Simplemente soy.
Decía líneas atrás que no nací sabiendo. Sí supe pronto que quería acercarme al poema porque, en su escritura, me encontraba a mí mismo y me sentía libre. A partir de un momento vi con claridad que tenía que conseguir el paso fundamental: en el poema el lector debe encontrarse a sí mismo y sentirse libre. Se trata de un cambio de dirección importantísima. Es exactamente eso lo que justifica —no la escritura del poema, que lo hace en la propia vivencia del poeta— sino su publicación. Tuve que separar también el transcurrir biográfico privado y la escritura poética. La una depende del otro, pero la biografía no puede así, sin más, abocar en el poema.
En el poema, una experiencia sentimental y vital, por medio de una técnica (en mi caso, como componente de esa técnica, es muy claro en los últimos libros el uso de la tercera persona del singular), se ofrece a la manera de un campo de operaciones para un lector. Y el poema importa, no tanto por la experiencia escritora, sino porque permite una experiencia lectora.
Para mí, esa experiencia es la del descubrimiento del sí mismo como individualidad libre, dentro de la colectividad o no. De ahí aquella lúcida dedicatoria de Juan Ramón Jiménez, tan mal comprendida: A la minoría siempre. Sólo en la minoría es posible la lectura poética. Pero es más aún, la poesía debe descubrirnos siempre como minoría, como minoría máxima, como unidad. Aunque pudiera un día alcanzarse una inmensa mayoría de unidades. Al oído, cantártelo a solas.

Y ahora es cuando llega el símbolo.

Reflexión sobre mi poesía. Uno


Hace unos años, el profesor Túa Blesa organizó, en la Universidad de Zaragoza, un congreso sobre la poesía española contemporánea en el que leí el siguiente texto. Por razones diversas no pudo al final publicarse el libro previsto.

         Hablar de la propia obra poética siempre es difícil. No tanto por eso que se dice con frecuencia de que el poema debe explicarse a sí mismo (estaría tirando piedras sobre mi propio tejado de profesor y de crítico), sino porque la conciencia del poeta es menos conciencia histórica que lucidez del instante.
No creo que el poeta sea —como se dijo de Cervantes— un ingenio lego. Sabe lo que hace y por qué. Pero ello no significa que el poema sea un ejercicio (una práctica) de la teoría. El poema surge en su escritura como una manifestación natural de una reflexión asumida, interiorizada. La primera redacción del poema (y digo bien la primera redacción) puede durar escasos minutos, pero sólo ha sido posible por un madurar prolongado que, en algunos poetas, como Bécquer o Juan Ramón Jiménez, pudiera haberse prolongado varios años. Más tarde vendrá la corrección, proceso al que, a su vez, le cabe ser muy largo. Si se me permite acudir a un símbolo conocido, también la rosa se abre en una noche, pero el rosal y la propia rosa cargan con una larga historia tras de sí.
Yo no he nacido sabiendo y estoy bastante satisfecho de ello. Es verdad que me estoy jugando en estos momentos que alguno piense que he aprendido, pese a los años, bastante poco. Pero, bromas y sarcasmos a un lado, he tenido las ventajas y los inconvenientes de haber nacido en un hogar en el que la poesía era importante. Mi abuelo, en tiempos joven modernista de las noches cordobesas y murcianas, era un gran lector y publicó algunos libros en ediciones de cincuenta ejemplares porque —decía— quien no tiene nada nuevo que decir sólo debe molestar a los amigos. Mi tío, José Luis Gallego, escribía poemas a Juan Ramón Jiménez desde una celda de condenado a muerte por haber pretendido reorganizar una célula comunista bajo el primer franquismo. Mi padre, Leopoldo de Luis… Bueno, mi padre es mi padre y permítanme que sólo diga de él que es una persona sensata y de criterio. Vivir en una familia como la mía tenía —tiene— ventajas e inconvenientes. Ventajas porque siempre hubo libros al alcance de la mano y opiniones sobre la poesía y los poetas. Inconvenientes porque yo, sin menospreciarla, nunca he querido escribir la poesía de mis mayores, sino la mía.
La dialéctica, y a veces la simple oposición, que ello motivara fue de efectos más dolorosos fuera que dentro. Dentro siempre encontré una crítica durísima, pero respetuosa y comprensiva con mis premisas, por erróneas que pareciesen. Fuera, se me quería leer como un continuador de la poesía de compromiso de los períodos inmediatamente anteriores (que, por otra parte, no desdeño), dejándome fuera de modo reiterado de lo que era mi propio grupo generacional.
Decía Camilo José Cela que este país es tan pobre que no da para hacerse dos ideas de la misma persona. Si yo había conocido a los poetas de los cuarenta y los cincuenta, si había oído en casa hablar de sus libros o a ellos mismos hablando de su poesía — de Vicente Aleixandre a Dámaso Alonso, de Gabriel Celaya a Blas de Otero, de José García Nieto a Rafael Morales, de Ángel Crespo a Carlos Bousoño— yo no podía tener mi propia voz independiente y, por necesidad, tenía que heredar los juicios que se emitieran sobre la poesía de mi padre. Tengo que decir, al cabo de los años, que no me importa y que, si tengo que elegir, mi elección es muy sencilla. Lo injusto, en cualquier caso, es que tuviera que elegir o, peor aún, que no se me permitiera elegir.

martes, 4 de agosto de 2015

El Romanticismo como moda

En España, el Romanticismo teatral diríase que se limita a las representaciones de Don Juan Tenorio, obra que, sin negar sus cualidades efectistas, apenas si ya se entiende desde los presupuestos de libertad anarquizante y suicida que, en teoría, pudieran motivarla. Pesa en ella más la voluntad de retomar un tema legendario que el cuestionamiento de las reglas morales. Contemplando desde Don Juan Tenorio es muy difícil comprender la verdadera importancia del Romanticismo, incluso en lo que tuvo de regreso a las prácticas originadas en el teatro de Lope de Vega, convertidas por José Zorrilla en una amalgama de posturas chulescas dignas del soldado fanfarrón, actitudes machistas y ripios sonoros.
He sostenido en otras ocasiones (como en mi antología de la poesía decimonónica) que en España no hubo realmente Romanticismo, y sí el uso de la retórica romántica. Nunca asistimos al desarrollo de una literatura que, por ejemplo, cuestionara en profundidad la organización social o intentase reconstruirla, que se plantease la relación del ser humano con el concepto de divinidad, o que reflexionara sobre la función de la escritura, salvo en la poesía de José de Espronceda. El Romanticismo fue en Europa el gran cambio hacia la modernidad y no puede limitarse a los efectos estéticos desligándolos de sus causas, como en España.
El autor (F.S.R. que, probablemente, es Federico Carlos Sainz de Robles) de la nota preliminar a una edición, en la famosa colección Crisol, de cuatro obras de Puschkin, Eugenio Onieguin, Boris Godunov, Mozart y Salieri y La Ondina, daba una definición del individuo romántico que muestra bien a las claras la confusión entre la apariencia promovida por la moda y la profundidad del modo de pensar: 
Ser romántico es hablar a grandes voces y con estudiados aspavientos; adoptar ademanes melodramáticos y gestos decepcionantes; dejarse crecer la cabellera en una melena undosa y la perilla en una punta de flecha; beber mucho; lagrimear mucho; sentirse fieramente desgraciado a todas horas; soñar estupendas barbaridades; amar frenética y rápidamente; […] creerse desenfocado y descentrado en la vida; desdeñar una porción de cosas respetables, como son la religión, el orden social, las apariencias mundanas, las costumbres honestas y lo estatuído; adorar lo fúnebre […]; perseguir con pasión cosas tremebundas; componer con el primor con que los orfebreros renacentistas trabajaron las joyas unas docenas de palabras cabalísticas como inmarcesible, luctuoso, luminiscente, errático, violáceo, etc, etc. 
Y es que en España hubo más una moda romántica, como la que busca describir el autor de estas líneas, que un pensar romántico cuestionador de las bases de la composición social.


lunes, 3 de agosto de 2015

El ser de la literatura. Uno

Formalmente no hay diferencia alguna entre un enunciado literario y otro cualquiera. O no tiene por qué haberla. A diferencia de los partidarios de una teoría de la anormalidad del lenguaje literario, he defendido siempre la coincidencia, lo que no significa que el registro literario no sea habitualmente, aunque no necesariamente, distinto de los registros informativos o científicos.
Sin embargo, solemos distinguir en la lectura con cierta facilidad el enunciado literario del que no lo es. ¿Dónde radican las diferencias si no se asientan exclusivamente en el nivel lingüístico?
Podrían radicar en la organización retórica. Sucede, sin embargo, que si en un enunciado informativo, jurídico o científico las formulaciones retóricas son necesarias, y a veces imprescindibles, para constituirlos, en la literatura no es el caso. Ésta es capaz de englobar todo tipo de registros sin dejar de ser. O bien puede decirse que cualquier enunciado puede resultar literario. Un ejemplo sintomático es la novela de Julio Cortázar El libro de Manuel, que integra noticias periodísticas traducidas de Le Monde en la prosa narrativa.
Si no es en la materialidad misma del enunciado, la tan buscada ―en tiempos― literariedad estará fuera del mismo. De ahí la importancia de un concepto renovado de texto, que se conformaría por la asunción de un contexto teórico (responda o no a cierta realidad) en el que se integran el concepto que el lector posee del emisor, el enunciado, las condiciones supuestas de escritura las condiciones reales de lectura y la personalidad lectora.
Si el sociólogo (que no teórico ni crítico literario) Pierre Bourdieu hablaba en Ce que parler veut dire (Paris: Fayard, 1982) de un “lenguaje autorizado” que, sin duda, corresponde a la institución (literaria o no). Sus observaciones son muy atinadas aunque, en cualquier caso, debe hablarse de un lenguaje autorizado en virtud de las condiciones de la enunciación. La institución jerarquiza, establece usos, límites y valores.
La lengua sólo se manifiesta a través de enunciados y éstos sólo adquieren significación al contextualizarlos. Por ello pudo decir Ferdinand de Saussure que uno de los caracteres de la lengua es el social.

jueves, 9 de julio de 2015

Carta a Guillermo. Literatura y vida.

En esta habitación en la que duermes trabajaba mi padre. Su mesa recibía en la mañana la claridad del día y, desde ella, contemplaba el cielo rojo por la tarde, como mamá te habrá mostrado tantas veces. Es muy posible que, al dormir, aún respires el eco de un poema perdido por la estancia, o un halo de inspiración que olvidase el día en que salió definitivamente hacia un hospital de versos sin retorno.
El padre de tu abuelo queda para ti muy lejos. No te haces a esas marcas que el tiempo sigue para ordenar la vida y los recuerdos. Apenas si los tienes, aún construyes la pequeña cestita en que guardarlos, huevos de la aventura, manzanas de una niña y su capucha roja. Siguen, con sus delantalitos blancos, el lagarto y la lagarta que perdieron su anillo de desposados. Te enseñó a recitar ese poema la abuelita. El poema, la abuelita, los lagartos, los delantalitos y el anillo ya forman parte de tu mundo y van contigo en la cesta de las manzanas de los recuerdos.
Escuchas muchas noches cómo una historia ajena resbala de mis labios, sigues sin gesto alguno que perturbe el momento, como si temieses que, por sentir deprisa, se perdiera un detalle sucesivo. Lees, cuando yo acabo un episodio intenso, las últimas palabras que de mi voz cayeron. Avanzamos así, yo leo y tú escuchas, tú lees y yo miro cómo los ojos buscan lo que por dentro de tu cuerpo corre ahora. Éramos tú y yo y, de repente, somos los dos un solo cuerpo que se tumba en la cama y comparte almohada con todas las palabras que flotando continúan entre los muebles, los muñecos, esa foto conmigo cuando eras chiquitito y un perfume fuerte que él usaba las mañanas y creo percibir aún tras la pintura de este nuevo tabique, de luces diferentes, de tu risa, Guillermo, que la risa y el llanto nunca pueden perderse. Queden para nosotros toda una vida larga.
En esta habitación juegas a veces a hacer magia. Todo puede ser digno de un mago. También, por el teléfono (¡qué pronto lo aprendiste!), me llamas y me dices que vuelva a leerte el cuento del potrillo negro. Y lo hago. E imagino cómo entre las nubes, los cables, el tráfico, la lluvia, atraviesa al galope mi palabra de una casa a otra, desde la mía a la tuya, desde un tiempo a otro tiempo, el mío casi gastado, el tuyo aún inocente, en su mismo principio.

Estás serio, seguro, silencioso, lamentando no poder leer a la vez lo que yo leo. Y es como el potrillo que brincase desde mi casa a ésta, que también fue la mía de niño, que abrigaba a un domador de palabras, un inventor de historias, cuyo perfume flota aún, cuyos versos resisten la pintura del tiempo, cuyos poemas surgen de detrás de los muebles. Ocupas un espacio que fue suyo y él te lo entrega ahora para tus sueños.
Un escritor es sueño permanente, magia continua, doma de los caballos de la aurora, caja de sorpresas, bosque cuyas hojas, cayendo de una en una, envuelven a un lector que, como tú, lee acompañado de su cesta de recuerdos poco a poco llenándose, ojalá que a mi lado mucho tiempo.
No saques nunca un pañuelo de una chistera falsa. Busca la fuente cierta de donde surgen los pañuelos blancos, rojos, y azules, de todos los colores. Aunque fuese un sombrero vulgar, tú puedes hacer de él la mejor chistera del mago. La magia está en tu mano. Como el poema estaba en la mano de aquel poeta anciano que no te conoció pero que supo que ibas a llegar, a pisar donde pisase, a reír donde riese, a leer donde leyera. Por eso te dejó el legado del aire y de su eco. Si un día fueses escritor, Guillermo, escribe siempre la vida, la que vivas o la que sueñes; sé verdadero contigo mismo.

Se ha terminado el cuento que hablaba de los miedos y tú me dices que el miedo no existe, abuelo Jorge, porque sólo es un cuento. Pero viviste conmigo el cuento, y no los miedos, pues sabes que el cuento es una vida que no vives, un verdad mentirosilla, un suspiro que nunca llega a llanto, que ni viento es, sino palabra nacida en tu pecho pero agarrada a la voz de tus padres, del abuelo y mi padre. Cogidos de la mano y en el tiempo, leemos todos despacio en esta habitación el cuento que escribimos, viviendo, cada día.

miércoles, 8 de julio de 2015

Gabriel Saad. Razones del poema



Se escribe poesía por multitud de razones. Las hay privadas o públicas. ¿Cuáles son las más importantes? Mi abuelo Alejandro publicó varios libros de poesía y, en el prólogo que puso al titulado Versos (Córdoba, 1915) escribió “Cumpla su modesta misión éste mi libro (del que hago una edición de 50 ejemplares) con llegar a mis amigos predilectos, a mis conocidos, para que ellos, por ser mío ―del amigo al que aman― le dispense la ofrenda de leerlo cariñosamente”. Era mi abuelo persona extremadamente culta, de buen gusto literario y gozaba de sentido común, ése que, cuando yo era niño, me repetía que era el menos común de los sentidos.
Así, gentes de cultura refinada gustan de escribir poemas que exteriorizan sus sentimientos o su modo de situarse frente al mundo. Son reflexiones o juegos con las palabras y los conceptos, que compensan personalmente de los sinsabores de la cotidianidad. No sólo estimo lícita esa escritura privada, sino que creo que sostiene la lectura poética y permite su difusión. Los poetas que llamaríamos de oficio (con términos de Serge Salaün), aquellos cuya obra ya se escribe pensando en que espera una cita con los lectores, no existirían sin esos guardianes de las esencias líricas que defienden, elogian, difunden y practican, para sí mismos y los próximos, el verso.
No hay desmerecimiento alguno, pues, en esa clasificación. Además, los poetas de oficio fueron antes (¿y por cuánto tiempo?) poetas privados o secretos, hasta que un día, la decisión suprema, la casualidad, la suerte o una mano amiga los llevó hasta el escaparate o los anaqueles de las librerías.
Desconozco, naturalmente, la voluntad del sabio profesor de literatura comparada Gabriel Saad. Tengo ante mí su libro Lugares del tiempo, publicado en 2009; ignoro cuánta poesía escribe y qué voluntad tiene de darla a conocer. Sí sé de su importante labor de traductor y de estudioso y, a través de los poemas, de algunas amistades y lecturas. Porque este libro es un discurrir de la existencia, una vividura que va dejando marcas, en francés o en español, y ensayos. Como los famosos “toast” de Mallarmé.
Poeta privado o poeta de oficio, Saad mantiene un diálogo constante con la poesía, sostiene una búsqueda que orienta su vida. Y uno de los poemas del libro me parece ejemplar. Empieza con tres versos programáticos: “Es necesario / tener muy claro / lo que se va a decir”. El ritmo impar se marca rotundo para seguir con la pregunta definitiva, y negando la sinalefa en la interrogación: “Si no, / ¿para qué escribir?”. Entonces surge un dialogante con el sujeto de estos cinco versos iniciales. Hay, evidentemente, una duplicación del yo, pues el poeta dialoga en realidad consigo mismo; su Mr. Hyde de la evidencia le contesta: “―Para encontrar / la palabra / que hace la poesía”. Los versos no responden al  mismo ritmo. Los dos primeros  juntos constituyen un octosílabo y el tercero tiene seis pies. Hemos cambiado a un ritmo par. ¿Por dónde caminará la respuesta?
El poema anterior del libro se refiere a Paul Verlaine y se dice de él: “… il avait dans la tête / Ces deux grands soucis: le pair / De ce côté-ci, l’impair / De l’autre…”. También Gabriel Saad trastabillea por esa duda, o por esos dos caminos. El verso par. El verso impar. Escila y Caribdis del ritmo poemático. El poeta, que primero caminó por el impar, que luego se preguntó desde el par, tiene que decidir. Norte o sur.
Y su actuación sólo puede ser la que el propio libro enuncia en su último poema “Preferir siempre el verso impar / nos enseñó el maestro excelso / en poesía musical”. Termina, así “Diálogo”, el poema del que venía ocupándome, decidido en su imparidad: “Esa será, / pues, / mi tarea / en este día”, donde los versos segundo y tercero deben leerse unidos, pue no es necesario que ritmo y corte versal se correspondan.
Me preguntaba yo si Gabriel Saad era un poeta de oficio o un poeta privado. ¿Dónde radica la diferencia? ¿En la decisión exhibicionista o comercial? Hay en su poesía una voluntad de enfrentarse con los problemas esenciales de la lírica. Buscar la poesía y sus modos de expresión. Eso es lo importante y, sobre todo, lo fascinante. Es la razón trascendente del poema.


lunes, 2 de marzo de 2015

Juan Bosch y el periodismo

La personalidad de Juan Bosch se muestra con una riqueza que no deja de sorprender a un contemplador desavisado. Pertenece —es verdad— a una generación que dio una serie de intelectuales que podríamos denominar “de amplio espectro”, capaces de actuar en campos diversos y siempre dejando muestra de una personalidad fuerte. Cinco años más joven que Pablo Neruda, uno más que la francesa Simone de Beauvoir, el puertorriqueño Juan Antonio Corretjer, el italiano Elio Vittorini, el brasileño Guimarães Rosa o el también dominicano Rodríguez Demorizi; un año mayor que Mújica Laínez, Lezama Lima, Paul Bowles, Jean Genet o Miguel Hernández; comparte fecha de nacimiento con gentes como Onetti, Josefina Pla, Ciro Alegría, Ernst Gombrich o Norberto Bobbio. Es decir, una generación que vio su vida profundamente afectada por el ascenso de los fascismos, la guerra civil española y la segunda guerra mundial, para comprobar luego cómo, en Iberoamérica y en otros lugares, se imponían sistemas sociales y políticos que atornillaban la denominación de mundo libre a través de políticas autoritarias, cuando no dictatoriales.
Son intelectuales lanzados al encuentro político, e incluso a la acción política directa, desde el deseo de expresar el mundo. Pasaron de querer describir el mundo, a pretender ordenarlo y a decidir cambiarlo. La acción directa les condujo a buscar el contacto con hombre común, con los individuos que hacen la vida día a día y, para ello, acudieron, salvo excepciones, al periodismo.
Es verdad que son unos años, los de la juventud de estos intelectuales, los años treinta y cuarenta, en los que el periodismo cobra una importancia especialísima. Junto a la información pura, se incorporan artículos de escritores de distinto tipo y empieza a registrarse un desarrollo del pensamiento en trabajos breves que irán sustituyendo, con su fragmentarismo, los amplios volúmenes teóricos, tanto de filosofía como de teoría política. En este sentido, la obra de José Ortega y Gasset resulta modélica, precedida unos años antes por la amplia colaboración periodística de Miguel de Unamuno. Es normal por ello, que los escritores se planteen el problema genérico y, de modo muy especial, se interroguen sobre el lenguaje y la idoneidad de los distintos estilos y registros lingüísticos.
Ante el crecimiento del cuento frente a la novela, Juan Bosch se planteó la necesidad de teorizar sobre un género hasta entonces considerado menor, y acaba publicando en 1958 sus “Apuntes sobre el arte de escribir cuentos”. Destaquemos que se publican, además, en un periódico, en El Nacional, de Caracas. Del mismo modo, necesita plantearse las diferencias entre el lenguaje literario y el periodístico, reflexión que dará lugar, el 30 de agosto de 1984, a la “Conferencia sobre periodismo y literatura”, publicada en diciembre de ese mismo año.
Bosch comienza su conferencia afirmando que “la literatura es arte y el periodismo es profesión”, frase rematada con esta otra: “La literatura es un arte, no una actividad económica”. De donde se deduce fácilmente que Bosch considera el periodismo, sobre todo, una actividad económica. Ello no quiere decir, evidentemente, que no pueda ganarse dinero con la literatura, sino que la literatura no se plantea desde un principio como una actividad profesional, incluso que, si se escribe literatura por hacer dinero, se tiene la sensación y el convencimiento que de no era ésa la finalidad primera, mientras que es perfectamente admisible, sin que nada amenace con producir sonrojo, hacer periodismo con la justificación de obtener de qué vivir.
Más allá de la cuestión profesional, el texto de Bosch deja entrever los inconvenientes que arrastra la profesionalización, casi la proletarización del trabajo intelectual, que hubiera escrito Plejanov. La profesión periodística “se ejerce al servicio de empresas que son a la vez industriales y comerciales”, dice. Por lo tanto, deducimos, ya nosotros, el periodista es un trabajador al servicio de una organización que, pudiera no obligarle a decir algo determinado pero, desde luego, no le permitirá actuar en contra de los intereses empresariales. Hubiera podido el ensayista continuar por este terreno, sin duda fácil, para denunciar una vez más la dependencia de los periodistas de sus periódicos y de cómo la firma acaba borrándose ante la cabecera. Pero a Juan Bosch le interesa algo totalmente distinto que empieza enunciándose a través de un comentario sobre el problema de la entrevista. El género era en tiempos un ejercicio de escritura, en el que el entrevistador intentaba demostrar que había captado lo esencial del pensamiento del entrevistado, pero la generalización de la grabadora lo ha convertido en la transcripción de la lengua oral. Hay que tener en cuenta que para Bosch, literato temprano, “la forma más importante y por tanto valiosa de expresión de la lengua es la expresión escrita, no hablada”. Y esto es así porque la oralidad es una expresión incompleta, que complementan la gestualidad y la entonación. Además, la lengua escrita evita las confusiones que las pronunciaciones de origen dialectal pudieran ocasionar. Bosch incluye en su conferencia algunos divertidos errores a los que conducen los fenómenos fonéticos, que no es necesario retomar aquí. Lo que importa es la defensa que hace de la escritura y la crítica que se desprende de la perniciosa influencia de la oralidad que, a través de la prensa escrita, influye en el habla popular, al presentarse con el prestigio de lo escrito.
En toda la conferencia sobre periodismo y literatura flota la preocupación de Juan Bosch por el cultivo de la lengua y por su enseñanza. Denuncia una situación que cada vez va haciéndose más grave y que, si hubiera llegado a conocerla en su estado actual habría protestado con toda su fuerza. En tiempos se requería un conocimiento serio de la lengua española para ejercer el periodismo, viene a decirnos. La técnica se aprendía con la práctica. “Hoy se hace al contrario: se enseña la técnica periodística pero no se enseña la lengua española tal como ella debe ser estudiada […], con instrucción teórica y aplicación práctica de los principios teóricos”. Entiende que el buen conocimiento de la lengua española es absolutamente necesario para ser un buen profesional del periodismo. Por eso, concluye, “lo mejor que podría hacer un estudiante de periodismo que no domine la lengua de su pueblo es renunciar a esa carrera”.