sábado, 2 de noviembre de 2019

El testimonio como género literario o del sentido a la sensibilidad

El testimonio como género literario o del sentido a la sensibilidad
(un capítulo de poética política)

El profesor Carlos Reis, en su libro Por una semiótica da ideología, explica que la crítica marxista considera la literatura como “una forma de conciencia social, no alejada del contexto en que se integra”[1]. Líneas más adelante avisa del peligro de que “Una opción metodológica demasiado radical y estéticamente reductora tendería a valorizar, sobre todo, los textos en los que la proyección [social] es más evidente, o sea, aquellos cuya intención documental es inequívoca”. Ahora bien, si atendemos “a la mediación de los códigos literarios”, una lectura bien hecha podrá hallar “los vestigios del sustrato” social incluso en los textos en los que éste “se encuentra desvanecido”. Se deduce que la literatura puede valorarse por sí misma, sin necesidad de certificación alguna efectuada fuera del enunciado. Esto lo advierte Carlos Reis al declarar improcedente “un discurso de verificación”, una suerte de comparación del dentro con el fuera, cuando la obra literaria sólo puede justificarse por su coherencia interna.
Esta conjunción de la crítica marxista tradicional con los planteamientos de origen estructuralista y semiótico, que representaba gallardamente el profesor Reis, viene a ser cuestionada por la práctica actual del testimonio (e incluso de la autoficción[2]) y las dudas sobre su “literariedad”, bien que los defensores de este aparente nuevo género, que parece volver a escribirse modernamente, no lleven a cabo ninguna reflexión sobre los límites de la literatura.
En la historia del discurso literario se registra una serie de rupturas que construye una periodización. La fecha en la que el recorrido moderno de la literatura parece iniciarse es la que corresponde a la Revolución Francesa (1789), con los antecedentes que van construyéndola ideológicamente[3]: la limitada revolución inglesa (1643-1684), la independencia de los Estados Unidos (1783) y la reflexión filosófica de la Ilustración.
El descubrimiento o la construcción del ciudadano (según quiera entenderse), frente al anterior concepto de súbdito, desarrolla en la literatura, no tanto la narración en primera persona, presente en la novela picaresca española o en la novela inglesa de Daniel Defoe, como la exhibición de la individualidad consciente que se materializa en el Romanticismo. La mirada hacia el entorno inmediato, no liberada aún del paternalismo de clase, explica el costumbrismo. El Realismo, luego, busca entender y explicar cómo es la realidad social. El Naturalismo muestra la cara oculta de la luna ―si se me permite la expresión―, las relaciones y verdades escondidas, lo que permite otorgar voz a los sin voz en la literatura obrera, dar posibilidad de expresión a quienes sólo la intrahistoria, en el sentido unamuniano, tiene en cuenta  (los defensores del “sujeto subalterno”[4] creen, erróneamente, que se trata de una apertura exclusiva de la posmodernidad).
La primera guerra mundial implica directamente al narrador en los hechos (se cuenta en primera persona, se describe detenidamente la experiencia sufrida: Le feu, 1916, de Henri Barbusse, Im westen Nichts Neues, 1929, de Eric Maria Remarque, y otros muchos libros), como tuve ocasión de estudiar en otro lugar[5]. Cuando se haya empezado a publicar la obra en varios volúmenes que será modélica para el realismo socialista, El Don apacible, de Shólojov, la novela social y la paraproletaria de los años treinta y siguientes pretenderán, no ya comprender la realidad social, sino actuar contra ella (recuérdense novelas prototípicas como Jews Without Money, 1930, de Michael Gold, o Le pain quotidien, 1931, de Henry Poulaille). Y de nuevo se busca una cara oculta, que explicará lo impensado e imprevisto de la vida real, en Iberoamérica a través del realismo fantástico y del realismo mágico, desde Jorge Luis Borges a Miguel Ángel Asturias y, pronto, a Gabriel García Márquez. Pero entonces, 1959, triunfa la Revolución cubana. Pido perdón por este resumen casi caricaturesco de la evolución literaria y vuelvo el rostro hacia Jane Austen.

 
 
Tal vez la mejor novela de Jane Austen sea Pride and Prejudice (1813), pero la más conocida hoy debe de ser Sense and Sensibility (1811). En el enfrentamiento, tan bien resumido en el título, entre el sentido (sense), la razón, y la sensibilidad (sensibility), el sentimiento, se encierra la dialéctica de la literatura moderna (y de la política). Mi generación siente plenamente esa tirantez: nos educaron bajo el imperio de la razón, que aún defendemos, y vivimos en una sociedad dominada ahora por la sensibilidad. En términos políticos, es la enorme distancia que existe entre el comunismo, que razona la sensibilidad, que va de ésta a aquélla, y las agrupaciones populistas contemporáneas que, a la inversa, sensibilizan la razón y dan simplemente por bueno el sentimiento.
La literatura realista o naturalista que pretendía ser reflejo más o menos exacto y científico de la sociedad, empezó a entenderse pronto como denuncia; exigió la prueba fehaciente de su verdad  y surgió el concepto de testimonio. El testimonio aparece ligado al relato de las guerras decimonónicas o revolucionarias aunque los novelistas no fueran combatientes. Curiosamente, es la Baronesa Bertha von Suttner (1843-1914), autora de la novela pacifista Die Waffen nieder (1889), la que parece más próxima a lo descrito en sus páginas. Después vendrá la literatura testimonial en primera persona emanada de la guerra del catorce, a la que ya me he referido.
Existen varios tópicos retóricos para justificar la autenticidad de la narración. Alexandre Dumas, hijo, empieza con uno de ellos La dame aux camelias (1848), cuando asegura que, como aún es demasiado joven para inventar, se contentará con contar una historia real cuyos personajes, salvo la heroína, viven aún. Y advierte: “Il y a à Paris des témoins de la plupart des faits que je recueille ici, et qui pourraient les confirmer”[6]. Por lo tanto, si viven aún tantos testigos, cómo iba el autor a atreverse a faltar a la verdad.
Fueron las guerras, y especialmente la cruel contienda del catorce, según he dicho, las que despertaron la necesidad de una literatura de la experiencia vivida, sin que faltase en ella el sentimiento de clase. Pero es que la revolución soviética, la fermentación social anterior y sus efectos inmediatos fueron coetáneos de aquella Gran Guerra. El concepto de testimonio fue descrito por Jean Norton Cru en un libro de 1930, Du témoignage[7], tras estudiar numerosos relatos de los combatientes Insiste este estudioso en algo extremadamente importante, que no suele decirse, y es que el testigo olvida y miente. Si se conformase con la pérdida del recuerdo exacto no sería demasiado grave, pero sucede que la memoria lo engaña y, a la vez que olvida sin percatarse siempre de ello, lleva a cabo una creación que nunca es acorde con la exactitud de los hechos. La narración en primera persona, y de modo muy importante la autobiografía, permite comprender los entresijos de la organización social. Gramsci lo apreció cuando escribía que la Ley no es sólo el texto escrito, sino su ejecutor y el modo de ejecutarla. Por eso “sólo en la autobiografía se ve el mecanismo en acto, en su función efectiva que, a menudo, no corresponde en absoluto a lo dispuesto por la ley escrita. Sin embargo, la historia se hace, en líneas generales, sobre la ley escrita”[8]. El yo se impone así, políticamente, sobre el “deber hacer”, sobre lo establecido.
El novelista colombiano Óscar Collazos, cuando estuvo ligado a la institución cubana Casa de las Américas, se atrevió a enlazar, en un artículo de 1969, el testimonio con una suerte de noción unitaria continental iberoamericana. Entendía que era preciso el “acercamiento a una manera de concebir la literatura como ejercicio autónomo del contexto cultural y político” de Latinoamérica, que él veía necesariamente testimonial. Esta preocupación por dar un paso más allá del realismo para insistir en la idea de testimonio requiere explicarse. Se trataba, no tanto de expresar la realidad (con la incorporación de las “gentes sin historia” que hiciera la novela realista y naturalista), como de expresar al pueblo y, además, de definir al pueblo real. Claro que el concepto de pueblo no es tan sencillo. Generalmente, desde el libro histórico de Jules Michelet Le peuple (1846) sabemos que conviene, cuando se escucha la palabra, preguntarse quién la pronuncia, cuándo y con qué intención.
La literatura iberoamericana, desde 1950, que había estado preocupada los treinta años anteriores por llevar a cabo el retrato de la sociedad vista desde el prisma paraproletario, trasmitiendo la imagen de un pueblo inocente y sufrido (según se aprecia en las novelas de plantación, como la famosa Mamita Yunai (1940), de Carlos Luis Fallas). Había abandonado esa preocupación primera, sin que el primer empuje de la Revolución cubana lograra frenarla, para emprender el camino de los llamados realismo fantástico o realismo mágico. De hecho, el año 1969, ve publicarse unos libros importantes sobre la nueva novela, de los que conviene destacar la reedición ampliada de la antología de ensayos preparada por Juan Loveluck[9], en 1962, titulada La novela hispanoamericana, o La nueva novela hispanoamericana, de Carlos Fuentes[10]. Loveluck se alegra de que la novela americana se haya universalizado, perdiendo un carácter provinciano. Fuentes, por su parte, también prefiere entender la nueva novela, no en el territorio continental sino, como años después diría, en el “territorio de La Mancha”, es decir: el campo de una lengua única para Hispanoamérica y España. Fijémonos en que ambos autores optan por el término “Hispanoamérica”, frente a “Latinoamérica”. Ese año también aparece una nueva edición ampliada del libro que, en 1966, publicase Luis Harss bajo el título Los nuestros, una serie de entrevistas con los que se consideraba la plana mayor de la narrativa americana de lengua española: Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, João Guimarães Rosa, precisamente los autores que habían liquidado la novela social[11]. Cabe preguntarse si el cambio se produjo cuando los autores se dieron cuenta o intuyeron que la novela realista paraproletaria o proletaria, la novela del realismo concebido como transparencia, no reflejaba tanto la realidad como la ideología que motivaba su escritura. Desde luego, no queda lejos esa postura de la que postulaba la CIA en el terreno del arte y de la literatura durante la llamada guerra fría. “El universalismo y la libertad en abstracto eran valores difundidos por las publicaciones financiadas por la CIA contra la irrestricta teleología de la revolución, tras la cual se escondía el proyecto nacional soviético”[12].  Se propugnó el arte abstracto y la literatura independiente, no comprometida, y ello afectó al arte tanto del norte como del sur de América. Incluso sabemos que el famoso Pentágono, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos, comparaba lienzos abstractos, con objeto de subir el precio de la pintura no realista e incitar así a su creación.
A primeros de aquel año 1966, se celebró en Casa de las Américas, de La Habana, un ciclo de conferencias bajo el título Actual narrativa latinoamericana[13]. Visto desde fuera de Cuba, el libro a que dio pie aquel ciclo se sumaba a los que hemos citado, pero debió de dejar algunas dudas. Noé Jitrik ridiculizaba allí, por anacrónica, la división de forma y contenido, pues lo literario es “esa transparencia que se realiza en el nivel de la sintaxis narrativa”, descubriendo “nuevos niveles de inteligibilidad fundamental”. Tanto él como Ángel Rama propugnaban la necesaria absorción de las estéticas y formas europeas y norteamericanas (el crítico mexicano José Luis Martínez consideró en 1953 que consideraba la literatura hispanoamericana en una situación de “insularidad”[14]). Rama, que fue en algún momento posterior acusado, junto a su mujer, la crítica de arte Marta Traba, de tender hacia la defensa de la postura estética norteamericana, defendía como progresista la revista colombiana Mito que, a Óscar Collazos, también participante, le parecía contradictoria y desorientada frente a lo que debería ser una latinoamericanización ideológica. Aprovechando la conferencia que David Viñas, el autor de una significativa novela hoy casi olvidada, Hombres a caballo (1968), dio sobre Julio Cortázar, Collazos observó en el coloquio que, con una posición romántica de teórico acercamiento al pueblo, se pretendía ofrecer la imagen de una literatura que, en el fondo viene a decir: “ustedes no conocen esto, me tomo […] el privilegio de conocer estas cosas. Ustedes rómpanse la cabeza con estas cosas”. Es decir: atribuía a la llamada “generación del boom” el sentimiento y el propósito clasista de los autores de las primeras vanguardias históricas. La revolución actuó resistiéndose a la política cultural norteamericana de la guerra fría. Pero los Estados Unidos habían tenido la inteligencia de situar una discusión política en el terreno del arte, por lo que la Revolución sólo podía tomar la posición contraria: situar en el terreno político una discusión estética.
No podemos dudar de que se estaba poniendo distancia con la literatura de Jorge Luis Borges o la de Julio Cortázar. Aquel mismo año, Óscar Collazos ―que cobra temporalmente un curioso protagonismo teórico al margen de su hacer de novelista―, el 29 de agosto (algo más de siete meses de que concluyera el ciclo citado de Casa de las Américas), publicó en la revista Marcha, de Montevideo, un artículo titulado “Encrucijada del lenguaje”. Se basaba en la idea de que el eco de la novela latinoamericana radicaba en la “comunión íntima de la realidad con el producto literario”, porque una novela obtenía importancia por el “reconocimiento que el lector hallaba entre su realidad y el producto literario”. Consideraba la trascendencia de la novela iberoamericana como “un hecho de identificación, de expresión, de estrecha correspondencia con la realidad”[15]. Pero nunca se preguntó por qué sea la realidad y cómo ésta se integra en el ser diacrónico.
Lo más curioso del artículo publicado en Marcha es que muy pronto, según se avanza en la lectura, descubrimos que está escrito casi específicamente contra Julio Cortázar porque éste defendía una “escisión del ser político y del ser literario” y, así, puede también enfrentarse, de paso, a Mario Vargas Llosa y a Carlos Fuentes. Concluye el artículo que “se trata de lograr nuestra propia identidad”. ¿Cuál sería el modelo para la literatura identitaria? Lo había dejado dicho páginas atrás:
En los discursos de Fidel Castro, por ejemplo, se traduce una manera de decir, un discurso literario, un ordenamiento y una reiteración verbal, una modelación de la palabra […] que […] podría ser la fuente de este tipo de literatura […]. O, para complementar, se podría pensar […] cómo la tradición oral, esa zona oculta y subterránea, menospreciada, se presenta como posibilidad de creación.

Collazos deja caer que el primero en poner a Fidel como ejemplo literario fue Edmundo Desnoes, el autor de Memorias del subdesarrollo (1965), la novela que con guion suyo fue llevada al cine con gran éxito, dos años más tarde, por Tomás Gutiérrez Alea. Incluso después de exiliarse en 1979, Desnoes incluyó a Castro en la antología de la literatura cubana durante el período revolucionario Los dispositivos en la flor (1981), que fue muy criticada por Cabrera Infante. En ella, un texto de Fidel Castro trata de su infancia como niño privilegiado, hijo de una familia rica: “Me acostumbré […] a vivir de una manera que era diferente a la forma de todos los muchachos con los cuales nosotros jugábamos. […] Con la diferencia de que nosotros teníamos zapatos y ellos estaban descalzos”[16]. Las referencias al líder y su inclusión en la antología no son, en cualquier caso, fruto de la casualidad, sino afirmación política, aunque tal vez sinceras. Roberto Fernández Retamar, un crítico tan influyente, en un artículo publicado en 1972, pero que él confiesa en nota que se escribió en 1969 (¡de nuevo 1969!), defiende el estudio literario de los discursos de Fidel: “Cometeríamos un grave error retórico […] si decretásemos superficialmente que la literatura es otra cosa”[17].
Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa no dejaron de contestar a Óscar Collazos. Los ensayos de los tres se reunieron en 1970 en un librito titulado Literatura en la revolución y revolución en la literatura. Lo que planteaba la Revolución cubana a través de Óscar Collazos había sido ya discutido muchas veces y tanto Julio Cortázar como Mario Vargas Llosa estaban, como se dice, al cabo de la calle. Después de la segunda guerra mundial fue el tema del día entre los escritores (aguijoneados por algunos ensayos no siempre bien entendidos de Jean-Paul Sartre) y se cerró con la reconsideración del ser y la función de la literatura que llevó a cabo Roland Barthes y su concepto de la muerte del autor. En Cuba se hacía, por lo tanto, un claro ejercicio de creacionismo con una cuestión conocida y casi retrógrada, pero lo primero era el pensamiento revolucionario. En un artículo muy citado de inicios de los años cuarenta, que dio título a un libro, A time to speak, el poeta norteamericano Archibald MacLeish había escrito que “los artistas no salvan al mundo. Cultivan su arte. […] O dejan el arte a un lado para empuñar un rifle y tomar parte en la pelea. Pero no como artista. El artista no pelea. Las obligaciones del artista son obligaciones para con su arte. No tiene otras”[18].
Jean-Paul Sartre, por su parte, también defendía que el único compromiso del escritor era con el lenguaje y a través de él[19]. De hecho, eliminaba todo compromiso social de la labor del poeta y, en cambio, la entendía trabajo del prosista que hacía de la palabra un instrumento de designación. La teoría sartriana de la literatura era muy elemental (de ahí que se escape del estudio literario por los márgenes vitales en sus libros sobre Baudelaire y sobre Flaubert[20]). Para Sartre, escribir es equivalente a actuar y esto conlleva la responsabilidad social del individuo. Pero esa responsabilidad, que va estrechamente unida a la libertad, implica una relación con el lenguaje de que las otras actividades humanas carecen. No es lo mismo ser escritor que, por ejemplo, cirujano, porque la palabra arrastra implicaciones sociales que van más allá de las relaciones con el paciente, con el lector. El territorio para la disputa no radica en la materialidad del enunciado, sino en el concepto. MacLeish también lo dejó claro en 1934: “El verdadero problema no consiste en si el poeta debería conocer y explotar el mundo de su tiempo, sino en si debería conocerlo y explotarlo como artista […], o como partidista”.
Naturalmente, el poeta norteamericano y el filósofo francés respondían a una preocupación de época, acelerada por el nazismo, la guerra de España (aunque esto mucho menos en Sartre, que nunca se preocupó por ella), el holocausto y la guerra mundial. Ellos y otros autores resolvieron la cuestión. Era una cuestión, por lo tanto, liquidada y a la que Iberoamérica también había dejado de prestarle atención, una vez que la escritura en la línea de Jorge Luis Borges y de Miguel Ángel Asturias había ya reconsiderado los modos del realismo. Después de El hacedor (1960), de Borges, libro en el que encontramos un texto como “Borges y yo”, que cuestiona el ser de la primera persona y que termina con la frase “No sé cuál de los dos escribe esta página”, replantearse la cuestión del compromiso y del testimonio resulta de una inocencia casi enternecedora. Por eso, no es posible aceptar los escritos cubanos de 1969 como una reflexión seria desde la teoría literaria, ni siquiera como estrategia de creación. La reflexión de Óscar Collazos, hecha al año siguiente de que Roland Barthes publicase su trascendental ensayo “La muerte del autor”[21], no se hacía desde la literatura, sino desde la política para ver cómo someter la literatura a sus propios intereses. Invertía, pues, los términos de Sartre, para quien el imperativo estético implica un imperativo ético, y no al revés. Recordemos que la literatura paraproletaria o proletaria testimonia más su ideología que la posible realidad. Se pretendía supeditar la estética a la ética (entendiendo por tal la política), cuando Sartre buscaba una estética de la ética.
La transparencia carecía ya de función literaria, pues Miguel Ángel Asturias había reconducido la novelística de plantación, Jorge Luis Borges situado la relación del escritor con su obra en un nuevo plano, Cortázar descubierto la magia de la vida cotidiana, tras las huellas de Felisberto Hernández, Martín Santos refundado la literatura crítica, Juan Goytisolo ajustado cuentas con la burguesía rompiendo su lenguaje y García Márquez, con quien Collazos no se atreve, probablemente por su relación estrecha con el régimen cubano, levantado la alfombra de los viejos mitos locales y familiares. Tampoco alcanza su negación a José Lezama Lima, que en 1966 había publicado en La Habana Paradiso, y que era un intelectual respetado por el régimen.
Sin duda el ensayo de Collazos cumplía con obligaciones de consigna, según demuestra la coincidencia de fechas en torno a 1969. Tanto él como Fernández Retamar volvían a poner en circulación e internacionalizar los planteamientos revolucionarios de Fidel Castro y de su discurso de clausura de las Reuniones con los Intelectuales Cubanos, pronunciado el 30 de junio de 1961[22]. El Comandante distinguió la libertad para la construcción de la obra literaria, la “libertad formal”, de la libertad de lo que se quiera tratar en ella, la “libertad de contenido” (recordemos que Noé Jitrik, en el coloquio de Casa de las Américas de principios del 69 se había burlado de esta distinción). Después afirmó Fidel que ningún revolucionario podía dudar de los actos de la Revolución,
porque el revolucionario pone algo por encima […] de su propio espíritu creador: pone la Revolución por encima de todo lo demás. Y el artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución. […] Nosotros somos o creemos ser hombres revolucionarios; quien sea más artista que revolucionario no puede pensar exactamente igual que nosotros.

El discurso es de una claridad meridiana. El Comandante responde a los problemas y lamentaciones que, durante las jornadas, los escritores habían podido plantear. La libertad y la función de la censura fueron, sin duda, temas presentes.
Quiere decir ―se preguntaba retóricamente― que le vamos a decir aquí a la gente lo que tiene que escribir? No. Que cada uno escriba lo que quiera. […] Nosotros no le prohibimos a nadie escribir sobre el tema que quiera escribir. […] Nosotros apreciaremos su creación siempre a través del prisma y del cristal revolucionario: ese también es un derecho del Gobierno Revolucionario, tan respetable como el derecho de cada cual a expresar lo que desee expresar.

Y resumió Fidel Castro: “¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”. Hacia el final del discurso, el Primer Ministro del Gobierno Revolucionario y Secretario del pursc, narró una anécdota:
En días recientes nosotros tuvimos la experiencia de encontrarnos con una anciana de 106 años que había acabado de aprender a leer y a escribir, y nosotros le propusimos que escribiera un libro. Había sido esclava, y nosotros queríamos saber cómo un esclavo vio el mundo cuando era esclavo, cuáles fueron sus primeras impresiones de la vida, de sus amos, de sus compañeros. Creo que puede escribir una cosa tan interesante que ninguno de nosotros la podemos escribir. […] ¿Quién puede escribir mejor que ella lo que vivió el esclavo? […] Si a un hombre de la generación venidera le dicen que un escritor, que un intelectual […] de esta época vivió en la Revolución indiferente a ella y no expresó la Revolución […] será difícil que lo comprenda nadie. ¿Y quién puede escribir mejor que ustedes el presente?

Fidel Castro lanza, por lo tanto, la idea, que se convierte en consigna, de escribir el testimonio revolucionario. Miguel Barnet lo seguirá en 1966, publicando Biografía de un cimarrón, con el relato que de su vida le hace un antiguo esclavo. También Ernesto Che Guevara había indicado algo similar en el prólogo a su Pasajes de la guerra revolucionaria, libro que recoge artículos publicados en periódicos, al decir:
No es nuestro propósito hacer solamente esta historia fragmentaria a través de remembranzas y algunas anotaciones; todo lo contrario, aspiramos a que se desarrolle el tema por cada uno de los que lo han vivido. […] Muchos sobrevivientes quedan de esta acción y cada uno de ellos está invitado a dejar también constancia de sus recuerdos para incorporarlos y completar la historia[23].
La institución Casa de las Américas creó un premio de testimonio, que obtuvo por vez primera un libro de carácter periodístico sobre La guerrilla tupamara (1970), de María Esther Gilio. Con esos antecedentes, seguirán durante los siguientes decenios y en distintos países de América un serie de libros sobre las actividades guerrilleras, como Los días de la selva (1981), de Mario Payeras, o La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982), de Omar Cabezas, en los que pudiera haber influencia de un libro como De Hué al paralelo 17 (1967), del vietnamita Tran Mai Nam, que tradujeron las Ediciones en Lenguas Extranjeras de Hanoi, y otros más literarios como No me agarran viva  (1987), de Claribel Alegría y D. J. Flakoll.
En 1979, la norteamericana Margaret Randall impartió un cursillo en Nicaragua sobre c ómo hacer un testimonio; el texto teórico difundido por distintos procedimientos fue recuperado en el número 36 de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, de Lima, en 1992. Randall había ya publicado algunos libros como Mujeres en la Revolución y No se puede hacer la revolución sin nosotras (1978), en la línea (aunque no lo reconozca, sino que lo desprecie por “idealista”) de Los hijos de Sánchez (1961) y otros libros de Oscar Lewis). Volvía Randall a la idea de oralidad que estaba en los textos de Ernesto Guevara y de Fidel Castro y potenciaba, casi como invención suya, la escritura de libros en los que un intermediario transcribiera el discurso de quienes se entendía que habían carecido de eco para su voz. El más famoso de esos libros fue el de Elisabeth Burgos: Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1983), que llevó a la Menchú hasta el Premio Nobel de la Paz. Randall prescindía también de antecedentes como la noche de Tlatelolco (1971) y, sobre todo, Hasta no verte Jesús mío (1969), con su informadora de origen indígena, libros ambos de la mexicana Elena Poniatowska. En los Estados Unidos existían libros como el hermosísimo Let Us Now Praise Famous Men (1941), de James Agee con fotografías de Walker Evans, o Hiroshima (1946), de John Hersey.
Rigoberta Menchú tiene el mérito de haber puesto en evidencia la ruptura étnico-cultural de Guatemala. Que ello haya sido posible, en gran parte, por la acción de los partidos marxistas no es relevante, aunque haya contribuido a la confusión de indígena y proletario, que puede probablemente cierta en la realidad de ciertos países, pero no conceptualmente.
Mario Roberto Morales explica la distancia que existe entre el mundo indígena y el “ladino” de forma muy gráfica porque es una batalla en torno a los signos.
Los símbolos patrios, los himnos nacionales y las representaciones que de sí mismos tienen los individuos, son universos simbólicos confeccionados por los hombres en definidas condiciones históricas. Si nosotros tomamos como ejemplo el universo simbólico guatemalteco que se ofrece a la ciudadanía desde el poder, nos percatamos de que tanto la bandera como el escudo nacionales, los símbolos como la monja blanca (flor nacional), la marimba (instrumento naciona), el quetzal (ave nacional), etc, corresponden históricamente a la expresión de valores propios de una oligarquía cafetalera que funda el Estado Nacional a partir del cultivo del café y de la vinculación ―por medio de la exportación― de la economía “nacional” al mercado mundial capitalista. […] Funda un universo simbólico que para los minifundistas, campesinos del altiplano (que no hablan español) es muy lejano, [pero frente al cual] ellos se ubican como sociedades subalternas y dominadas, y eso permite fusiones ideológicas[24].
Habría que precisar que las fusiones ideológicas (culturales) se empezaron a producir en Guatemala desde la llegada de los españoles. La independencia se declaró en 1821 y la población maya se tuvo que ver afectada antes y después de esa fecha. Eso puede verse con claridad en una novela como El tiempo principia en Xibalbá (1985), de Luis de Lión. Rigoberta Menchú, por su parte, fue por artífice directa del proceso de aculturación que parecería denunciar, puesto que durante algún tiempo actuó como propagandista de una iglesia evangélica. La penetración de las iglesias evangélicas de origen norteamericano en uno de los modos de penetración de la influencia estadounidense en Iberoamérica.
 Como la práctica jurídica demuestra, el problema del testimonio radica en que exige una labor de verificación externa al texto, cuando, como decía Carlos Reis, ese ejercicio no era procedente con la literatura. De hecho, David Stool publicó, tras una laboriosa investigación, Rigoberta Menchú y la historia de todos los guatemaltecos pobres (2007), obra en la que cuestiona la veracidad del enunciado de Menchú y plantea serios problemas sobre la autoría. La propia Elisabeth Burgos aparece ya distanciada de la premio nobel por distintas razones. Una porque tiene dudas sobre algunos episodios que ella le contó y se siente utilizada. Otra porque ambas discuten la autoría (y los derechos) del libro, al fin y al cabo seleccionado, ordenado y redactado por Burgos. Pero lo que tiene que hacer pensar es que, cuando el profesor Stool forzó un encuentro con Rigoberta y le preguntó por las posibles inexactitudes de su libro, ésta le contestó que cada uno tenía que hacer sus cosas y ella sabía bien qué tenía que hacer, lo que debe interpretarse como una distinción entre el trabajo histórico y el político. De hecho, “públicamente aceptó haber incorporado en su narración elementos de experiencias y de historias contadas por otras personas”[25], pues tenía una finalidad no tanto individual como colectiva. Recurrir a sujetos provenientes de los grupos de origen indígena o mestizo permitía entrar en un territorio que era fácilmente aceptable para los grupos intelectuales norteamericanos. Suponía, paradójicamente, una transacción. De ahí el éxito del libro de Burgos/Menchú en las universidades de los Estados Unidos.
El problema del testimonio radica, precisamente, en otorgar fuerza jurídica, valor de verdad, a un relato construido según normas argumentativas y para cumplir una función social, o política. Así hay que considerar también los libros escritos sobre las torturas en los regímenes totalitarios, tanto en Argentina como en Chile (desde el famoso “Operación masacre”, 1957, de Rodolfo Walsh), pero antes en la Alemania, la España y el Portugal fascistas y otros países. Pero también, aquellos hoy de más o menos actualidad: los de Studs Terkel (que curiosamente ha influido en autores chinos como Zhang Xinxin y Dang Ye, autores de El hombre de Pekín, 1985), los de Gitta Sereny, o los de Svetlana Alexiévich, cuyo Premio Nobel les ha otorgado marchamo literario, más allá del periodismo. Cómo encarar la literatura, ¿en virtud del significado obtenido por sus modos expositivos y estructurales o en virtud de sus posibilidades de uso?
La importante crítica argentina Beatriz Sarlo comenta que el libro de Emilio de Ípola La bemba, acerca del rumor carcelario (2005) relata la experiencia sufrida por el autor durante una estancia en cárceles de tortura en Buenos Aires[26]. Sin embargo, no se acepta como obra de testimonio. La explicación según Sarlo es que está escrito en tercera persona. Por lo tanto, el testimonio tiene más que ver con una fórmula retórica, la narración en primera, que con lo que el teórico testigo narre. Eso da pie a libros en torno al testigo falso, como The man with Two Heads (1999), de Elena Lapin o  El impostor (2014), de Javier Cercas. También a libros con sentido opuesto, que ofrecen mayor veracidad, producen mayor efecto de realidad, que los testimonios reales, es el caso de The Wall (1950)[27], de John Hersey, el autor ya citado de Hiroshima, el libro antecedente del “nuevo periodismo”
Esta escritura testimonial, que tiene su continuidad en la autoficción, explota los aspectos sensibles del lector y a través de ellos se impone como práctica ligada a la posmodernidad. Coincide en su procedimiento con los modos de actuación de los nuevos partidos populistas que, en lugar de razonar las sensaciones, les buscan razón y sentido para justificarlas y situarlas por encima de la reflexión. Tal vez por ello, es una escritura cuya función es, fundamentalmente política, como cualquier acercamiento a estos libros permite comprobar.




[1] Carlos Reis: Para una semiótica de la ideología [utilizo la edición española]: Madrid: Taurus, 1987, pág. 81. Las siguientes citas pertenecen a las páginas 82 y 189.

[2] Manuel Alberca: El pacto ambiguo. De la novela a la autoficción; Madrid: Biblioteca Nueva, 2007. AA.VV. La Autoficción. Reflexiones Teóricas (Ana Casas Janices, ed.); Madrid: Arco libros, 1912.

[3] Daniel Mornet: Le origines intellectuelles de la Révolution Française 1715-1787; Paris: Tallandier, 2010 (1ª en 19339. Roger Chartier: Le origines culturelles de la Révolition Française; Paris: Seuil, 1990.
[4] El concepto se sujeto subalterno es de origen gramsciano y comporta un retrato (no un sentimiento) de clase. Gramsci, tal vez simplificando un poco, concebía la sociedad, al referirse a la hegemonía que podía ejercerse en ella, compuesta por dos categorías: la clase dirigente y la subalterna. Esta última no consiste en un grupo compacto de gente porque ninguna de la dos constituye una categoría ontológica. La única forma posible de que los grupos subalternos se compactasen sería convirtiéndose en Estado y, entonces, aparecerían otros grupos subalternos. Se trata, pues, de una composición social insoluble, y por ello no puede confundirse con la lucha de clases. Lo subalterno está siempre en relación con una clase dirigente. Los llamados “estudios subalternos”, inspirándose de lejos en Antonio Gramsci (quien se refiere a los grupos sociales subalternos en el cuaderno de cárcel nº 25), elaboran una teoría para el estudio de la historia de la India desde una visión  “desde dentro” diferente a la elaborada por los historiadores anglosajones. Ranajit Guha buscaba huir de lo que considera eurocentrismo. Me parece muy atrevido querer aplicar una teoría elaborada para estudiar un país independiente sólo desde 1947 (según pretendió el profesor norteamericano John Beverley) y donde el mestizaje apenas si existió o fue despreciado por la clase dirigente (británica), como demuestra la famosa novela de A Passage to India (1924), de E. M. Foster, a países independientes hace dos siglos, de muy abundante población mestiza, con abundantes intelectuales y políticos de distinta procedencia étnica. Antonio Gramsci: Guerre de mouvement et guerre de position (textes choisis para Razmig Keucheyan); Paris: La fabrique, 2011. Ranajit Guha (ed.): Subaltern Studies: Writings on South Asian History and Society; Delhi: Oxford University Press, 1982 y ss. John Beverley y Hugo Achúgar (eds.) La voz del otro: testimonio, subalteridad y verdad narrativa; Guatemala: Universidad Rafael Ladívar, 2002.  
[5] Jorge Urrutia: Juguetes de un dios frío. Literatura, historia e ideología, Madrid: Devenir, 2015.
[6] Alexandre Dumas: La dame aux camélias; Paris: Le livre de poche, 1983, pág. 25.
[7] Es versión resumida del libro de 1929 Témoins: essai d’analyse et de critique des souvenirs de combattants édités en français de 1915 à 1928; Paris: Les étincelles, 1920.
[8] Antonio Gramsci: Cultura y literatura  (selección de Jorgi Solé-Tura); Barcelona: Península, 1972, pág. 344.
[9] Juan Loveluck: La novela hispanoamericana; Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1969.
[10] Carlos Fuentes: La nueva novela hispanoamericana; México: Joaquín Mortiz, 1969.
[11] Luis Harss: Los nuestros; Madrid: Alfaguara, 2012.
[12] Jean Franco: Decadencia y caída de la ciudad letrada. La literatura latinoamericana durante la guerra fría; Barcelona: Debate, 2003. Es también muy útil la lectura del libro de Frances Stonor Saunders: La CIA y la guerra fría cultural; Barcelona: Debate, 2012.

[14] José Luis Martínez: Problemas literarios; México: Obregón, 1955: pág.203.
[15] Óscar Collazos, Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa: Literatura en la revolución y revolución en la literatura; México: Siglo XXI, 1976.
[16] Edmundo Desnoes: Los dispositivos en la flor; Hanover. N.H: Ediciones del Norte, 1981, pág. 66.
[17] Roberto Fernández Retamar: Para una teoría de la literatura hispanoamericana; Bogotá: Instituto Caro y Cuervo, 2013, pág. 184.
[18] Archibald MacLeish: Los irresponsables; Buenos Aires: Losada, 1942, 24. La cita siguiente es de la página 59.
[19] Como amplio resumen de estos problemas puede verse el libro de Gisèle Sapiro: La responsabilité de l’écrivain. Littérature, droit et morale en France (XIXe-XXIe siècle); Paris: Seuil, 2011.
[20] Jean-Paul Sartre: Baudelaire; Paris: Gallimard, 1947. Jean-Paul Sartre: L’idiot de la famille. (2 vols.) Paris: Seuil, 1971.
[21] Roland Barthes: “La mort de l’auteur”; en Le bruissement de la langue; Paris: Seuil: 1984.
[22] Se recoge en el tomo I de las Obras escogidas de Fidel Castro; Madrid: Fundamentos, 1976, pp. 135-174, de donde citaré. Puede encontrarse en red.
[23] Ernesto Che Guevara: Pasajes de la guerra revolucionaria; La Habana: Editora Política, 1997.
[24] Mario Roberto Morales: la ideología y la lírica de la lucha armada; Editorial Universitaria de Guatemala, 1994., pp. 34-35.
[25] John Beverley: Testimonio: sobre la política de la verdad; México: Bonilla Artigas, 2010, pág. 87.
[26] Beatriz Sarlo: Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión; Universidad de Talca, 2013.
[27] Véase el importante prólogo de Joseph Kessel a la edición francesa: La muraille; Paris: Gallimard, 1952.

jueves, 31 de octubre de 2019

Desde "Las suplicantes", de Esquilo

Incluyo a continuación el artículo que, bajo el título "Todos venimos de El Pireo", publiqué en la Revista de la Asociación de Directores de Escena de España.

viernes, 1 de febrero de 2019

Para una historia de la literatura española 19

Miguel de Unamuno pasó su exilio en París en un hotelito de la calle Lapérousse nº 2, junto a la plaza de los Estados Unidos. Es un lugar tranquilo y acogedor de París, no muy lejos del Arco de Triunfo. recientemente, el ayuntamiento de París ha situado una placa en la fachada del edificio.




Consuelo Triviño y yo buscamos el edificio, 
que se conserva más o menos igual a como era en 1925. Lo que más nos llamó la atención es que Unamuno fuera todos los días al famoso hoy Café de Flore donde sostenía una tertulia con otros exiliados españoles. Digo esto porque, dada la distancia, lo normal es que hubiera buscado otro alojamiento, por ejemplo en el Barrio Latino, ya que el café está en el Boulevard Saint-Germain, próximo a la iglesia.
Por entonces se publicó por vez primera y en francés, L'agonie du christianisme, en traducción de Jean Cassou, ese hispanista fundamental para las relaciones culturales de España y Francia antes de la guerra civil. Él fue quien puso en marcha la huida de Unamuno desde su destierro de Fuerteventura y su instalación en París. Poco después publicaría el influyente libro Panorama de la littérature espagnole contemporaine (1929).

 Estuvo, sin duda, detrás de la traducción de Niebla al francés (1926), novela que ya había leído en español André Gide.